El título oficial de la cinta es Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese, y desde hace algunos días se puede ver en Netflix. Es el registro de una gira que el legendario cantautor realizó en el 75, la cual intentó que fuera una especie de carnaval o circo musical, de mediana escala (visitando poblaciones pequeñas y actuando en foros con capacidad para 3,000 personas), que contrastara notablemente con la gira que hizo un año antes con The Band en estadios y arenas de las principales ciudades de Norteamérica.

A lo largo de su carrera, el cineasta ha realizado algunos documentales sobre personajes o momentos significativos de la historia del rock, incluyendo uno de George Harrison, otro sobre Dylan (No Direction Home) y uno más del último concierto The Band (The Last Waltz, en el que también aparece Dylan). Sin embargo, me parece que este es el mejor de los que ha hecho. Es una maravilla. Un absoluto deleite. Claramente estamos ante un maestro que domina el arte de contar historias. Eso por un lado, pero por el otro, le ayuda la materia prima que tiene a su disposición: un tour muy especial al que, además de la estrella, se suman otros personajes como las cantantes Joan Báez y Joni Mitchell, el poeta Allen Ginsberg, Roger McGuinn, Mick Ronson (el brillante guitarrista de The Spiders From Mars), además de muchos otros seres raros, coloridos y muy talentosos. Incluso se asoman por ahí una Patti Smith antes de ser famosa, y el escritor Sam Shepard.

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Curiosamente, parecería que con este reparto no le alcanza a Scorsese para contar la historia. Y es aquí cuando la cosa se pone interesante y aún más divertida: recurre a entrevistas con personajes ficticios, como el señor que se supone que filmó todo el material de la gira que estamos viendo, el promotor que insiste en que fue un fracaso económico toda la aventura, y Sharon Stone (sí, la famosa actriz), quien intenta convencernos de que ella fue contratada como asistente luego de haber conocido a Dylan en un parque. Esta decisión artística no ha estado exenta de controversia: hay muchos críticos a los que no les gustó y muchos entusiastas del músico que exigen más apego a la verdad. Sin embargo, Dylan siempre ha sido así: un tipo ambiguo, con alma de ilusionista, impredecible y pícaro, al que claramente le entusiasman más los mitos y las leyendas que las historias de la vida real. De las entrevistas hechas a los participantes en tiempos recientes, incluidas en la película, la suya es la menos confiable. Cuenta las cosas a su manera, con metáforas, repartiendo veracidad con cuentagotas o bastante encubierta, casi parece que está guiñándonos un ojo. De hecho, el término “documental” lo estamos usando nosotros, pero no el cineasta. Él prefiere decirnos que es una historia y nada más.

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Lo que pasa en el escenario es tan emocionante como lo que sucede en el camino, en los camerinos, en los cuartos de ensayo. Una escena de Ginsberg y Dylan leyendo poemas en la tumba de Kerouac es tan emocionante como ver las chispas que sacan todos los duetos entre Dylan y Báez. Bueno, en general todas las canciones en vivo que aquí están registradas son emocionantes: en ese momento, Dylan y la banda que armó estaban en llamas, ofreciendo un combo muy potente de blues, rock y folk que casi 45 años después sigue sonando vital, urgente y demoledor. Al mismo tiempo, la película acaba siendo un poético retrato de Estados Unidos en la era pos-Nixon y pos-Vietnam. Hay que verla. Me parece que puede resultar entretenida e informativa incluso para quienes no son fans de su música.

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