Una banda musical de esas que se ven en los desfiles o animando los partidos de futbol americano colegial. Bastoneras. Bailarines. Todos uniformados ¿Cuántas personas hay en el escenario? ¿100? ¿200? La cámara enfoca al público: la cara se les derrite de la emoción a los chicos y chicas que el editor ha decidido mostrar, como si supieran que están a punto de ser testigos de un momento clave en la historia del pop contemporáneo. Suena la música de la banda. Arranca el baile. En el centro, Beyoncé, como princesa egipcia. Tras la introducción y un cambio de vestuario, empieza a cantar uno de sus hits más emblemáticos: “Crazy In Love”. Es la primera de una cuarentena de canciones que vendrán a continuación. Todo en el escenario funciona —perdonen el lugar común— como una máquina bien aceitada: los bailes, la música y la estrella están perfectamente coordinados. Ni un movimiento fuera de lugar o a destiempo. Es impresionante y también es conmovedor. Imposible separar la mirada de la pantalla, lo cual es excepcional porque si algo odio es ver conciertos en la tele. Hay gente a la que le encanta y me parece muy respetable. A mí no hay nada que me aburra más. Pero el evento registrado en Homecoming tiene tantos estímulos audiovisuales y es tan emocionante que me deja sin margen para la aburrición.

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Además de documentar lo que pasó durante dos fines de semana del mes de abril de 2018 en el escenario principal del campo de polo de Indio, California, Homecoming nos explica, más o menos, en qué está inspirado el show y cuál fue el camino para poder montar algo tan ambicioso que exigió ocho meses de ensayos intensos. Entre canciones, vemos a los músicos de Beyoncé ensayando con la banda. A los bailarines y los bastoneros montando sus coreografías. A la cantante cuidando cada detalle, dando órdenes, y en general esforzándose para que todo salga perfecto, lo cual parece ser una de sus motivaciones primordiales. Su voz en off explica que ella siempre soñó con ir a una universidad afroamericana. Sin embargo, su precoz ingreso a las grandes ligas del pop, a bordo del grupo Destiny’s Child, se interpuso entre ella y aquel plan. Su universidad, según explica, fue la vida y viajar por el mundo. Sin embargo, el show que ha decidido presentar en Coachella (O Beychella, como sugiere un maestro de ceremonias desde el escenario que se debe rebautizar al festival) es un homenaje a lo que anhelaba y no fue. Es, también, y quizá sobre todas las cosas, una celebración de la cultura afroamericana. Su interpretación de “Lift Every Voice and Sing”, uno de los himnos de su raza, es de lágrima. Hay una breve entrevista con un personaje del público, que dice, palabras más palabras menos, que dados los tiempos que vive su comunidad —Trump, la violencia de la policía contra ciertos grupos étnicos y raciales, el resurgimiento abierto de organizaciones racistas—, el espectáculo de Beyoncé es clave para elevar el espíritu de su gente, sentir orgullo de quienes son. “Beyoncé es más grande que Coachella” declaró The New York Times. Y no sé si tenga razón, pero hay momentos en los que el festival musical más famoso del mundo parece quedarle chico.

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 “Puse cada error y todos mis triunfos —mi carrera de 22 años— en mi actuación de Homecoming”. Y se nota. Es el testimonio de una grande en el momento cumbre de su carrera. Es difícil anticipar qué hará después de esto. Sea cual sea su siguiente paso, corre el riesgo de lucir diminuto o insignificante ante la magnificencia que aquí nos está mostrado. Lo único seguro es que buscará seguir cultivando la excelencia, eso a lo que ya ha llegado en repetidas ocasiones.

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