Mi hija mira el edificio donde hacemos fila para comprar boletos como si mi sensibilidad ante una niña se hubiera descarriado. Un sábado ideal para gozar el solecito de Coyoacán lo cambié por un destino incierto que implicó una travesía: 1) caminar 15 minutos a Metro Zapata, 2) viajar nueve estaciones, 3) transbordar en Hidalgo entre escaleras, 4) viajar dos estaciones más, 5) bajar en Allende, 6) caminar cinco minutos hasta un edificio rancio de 76 años llevados con dolor, como un anciano excedido de nostalgia.

—¿Esto es? —se desilusiona frente a la boletería.

Sí, la Arena Coliseo empieza siendo eso: una fachada que el tiempo vapuleó.

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Pero pronto ella mira a todos lados. Aunque en la semana me avisó que la lucha le disgusta, que los luchadores chorrean sangre, que es peligroso lo que hacen, entre la multitud ansiosa ve a los niños con la máscara de Mr. Niebla, Místico, Atlantis, y sospecha que esto podría no estar tan mal.

—¿Te compro una?

—¿Una máscara?

—Sí.

—Son de hombre.

—Hay de mujer.

Tensa, suelta un “¿Cómo crees?”, pero llamo a un vendedor que me acerca un racimo colorido.

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—¿Trae de mujer?

—Éstas —dice. Pocas pero hay.

—Papá, nooo —se apena.

—¿Qué te parece ésta? — le muestro.

—Muy bonita, es de Sexy Star —informa el señor y abre la careta rosa sobre la cabeza infantil para que la pruebe.

—Muy bonita —admite ella ya bajo su nueva identidad de tela que no se quitará en toda la noche.

Cuarenta pesos y mi Sexy Star sube enmascarada las mismas escaleras que 76 años atrás, cuando el mundo sufría el Holocausto nazi, subieron las estrellas del primer cartel de la Coliseo: Tarzán López y El Santo. Nos recibe las entradas Ángel Aduna, veterano ex gladiador que cada semana con su grito exige al público: “¡Boleto en mano y formaditos para que no se hagan bolas!”

Accedemos al vetusto embudo en penumbras, buscamos nuestro lugar entre las coloridas butacas que pronto cumplirán ocho décadas y nos sentamos cerca del ring. De pronto, le comparto una confesión que en mis días de reportero luchístico me hizo Rubén Sánchez, supervisor de la arena más antigua del país:

—Entre semana, cuando esto está vacío, se oyen ruidos, como si lucharan. Te asomas y no ves nada.

Ella abre grandes los ojos.

—Ahora voltea atrás —le pido—: es la enfermería. A Oro y Sangre India les aplicaron unas llaves terribles y ahí murieron.

—Soy una niña, no deberías contarme eso —me recrimina Sexy Star.

—Perdón —sentí que debía hacerlo.

Sigo buscando conocidos.

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—Ese señor mayor que ves es Tony Salazar, luchador famosísimo que ahora es el jefe de la Coliseo. Se ocupa de que las funciones salgan excelentes —y entonces señalo al hombre de canas relamidas que da órdenes entre los pasillos y que en 1952, de niñito, estuvo por aquí nada menos que en el máscara vs máscara entre Santo y Black Shadow, quizá el combate más célebre de la historia. “Se quedó más gente fuera de la arena que la que entró”, me contó un día Tony.

Muy interesada, lee en el programa de mano los increíbles nombres de luchadores.

—¿Quieres una torta? —le pregunto.

—Prefiero una sopa.

—Es una Maruchan cualquiera —le advierto.

—Pero ya vi que le ponen Valentina.

Recibe su sopa, yo le entro a una torta.

—Dale una mordidita —le pido—. Son de jamón, muy famosas. Entrevisté a doña María, ella las hace: le echan Knorr Suiza a la cebolla y la fríen con vinagre de chiles.

—Guácala, cebolla.

Trepan al ring Maligna, Mystique, Amapola, Avispa Dorada, Jarochita, Reina Isis.

—Mujeres —dice entre el griterío de porras, sorprendida.

Sexy Star le da un sorbito a su sopa, yo un bocado a mi torta.

Se apagan las luces: inicia la función.

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