La mano de Jaimito es una boa voraz que serpentea hasta los escondrijos más oscuros, inhóspitos, tras la presa del día que será su alimento. Pero la mano de este hombre —al que con 60 años se le cayeron los dientes pues así lo manda la pobreza de ciertos recovecos de Tlalpan— busca otra cosa: pelotas.

Alerta, con ojos bien abiertos para absorber todas las acciones de los 18 jugadores de enfrente, atenaza el enrejado exterior del campo de beisbol de La Joya. En este rincón del sur de la CDMX halló un oficio hace mucho tiempo: busca las bolas blancas que superan la elevadísima malla metálica, salen del campo y caen de foul en el asfalto mugriento. Presuroso, va tras ellas y las avienta de regreso para que los equipos eviten la bancarrota. A cambio, “me dan para el refresquito”.

¿Dónde las busca? Hoy, bajo los changarros de tacos, tortas, gorditas y toda la comida callejera imaginable, pero principalmente en la furiosa vía pública, atestada de autos, ruido, charcos aceitosos, CO2, paraderos y, sobre todo, avenidas. Avenidas, avenidas y más avenidas que se entrelazan, tuercen, suben, bajan.

Hace unos 40 años, aquí mismo esas bolas caían en algo distinto. “Había animalitos, vacas, mucha alfalfa”, dice Jaimito. “Sembradíos”, añade el jardinero izquierdo Hugo Díaz. “Campos de frijol y chilacayotes que son nativos”, precisa el mánager Jesús de Lara. “Gente con mulas traía madera para vender”, cuenta el umpire Luis Romero.

Esos viejos peloteros que van hasta la octava década de sus existencias y juegan con legiones beisboleras jóvenes, se resignan a que el paisaje que narran —como si describieran un antiguo lienzo de Velasco— sea esta gris inmundicia: apestosa, motorizada, donde los ruidos de los batazos ya no se acompañan del piar de pajaritos, sino de órdenes de patrullas por sus bocinas, o furiosos claxonazos y acelerones de metrobuses y microbuses.

A esta tierra deportista de la colonia Tlalcoligia no solo le desaparecieron el verde que lo rodeaba, sino que al corazón de su hierba el gobierno capitalino lo mutiló: sí, le sacó un brazo al extirparle la mitad de su jardín derecho para instalar ahí una planta hidráulica. En plena cancha.

A la amputación se sumó que con crueldad la fueron ahorcando Insurgentes, Calzada de Tlalpan, el Segundo Piso y Viaducto Tlalpan. Como si a su entorno le creciera una tela de araña, el campo beisbolero se redujo a un tímido refugio de pasto al que llegan Cerveceros, Arizona, Dodgers, que desde los barrios meridionales se descuelgan para hacer deporte, convivir y alegrar a sus familias, que pueblan la tribuna para mirar los juegos mientras comen cueritos y echan sus chiquitibunes.

Pese a todo, ¿al diamante sureño le queda larga vida? ¿Será para la eternidad una vigorosa manchita verde en medio de la devastación total?

Otra amenaza alza sus garras en este espacio que aún conecta home runs que van a dar a techos con tinacos, y esa amenaza se llama futbol rápido. Empresarios han insistido en mandar al cuerno el beisbol, cambiar césped por alfombra, fraccionar y crear varias canchas redituables. “Los peloteros hemos luchado por mantenerlo —sostiene el mánager De Lara—, nos lo han querido desaparecer”. “Después de tener 23 campos, en la delegación queda uno, nada más: este”, lamenta el umpire Romero.

Al contar sus años, el campo de La Joya llega a 70. Y si luego suma a los beisbolistas que aquí gozaron varios de los mejores días de sus vidas, pierde la cuenta: miles y miles.

Pero el último oasis beisbolero de Tlalpan todavía combate, reza, juega, respira. Y Jaimito, el recogedor de pelotas, aún tiene trabajo.

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