—¿Y si tenemos un gatito, ‘pa?

—No es buen momento, más adelante.

Ese diálogo se dio cuando mi hija tuvo cuatro años, cinco, seis, siete, ocho, nueve, 10, 11. Día y noche, si en la tele un gato comía croquetas o pasábamos junto a una veterinaria o un amigo acariciaba su gato o un gato nos veía en su balcón o una gatita callejera cruzaba la calle, mi hija no se resistía: para ella desperdiciábamos la vida siendo sólo dos, perdiendo para siempre la oportunidad de ser tres. Y ese tercero no podía ser canario, hurón, tortuga, hámster. Debía ser “gatito”.

Mi respuesta jamás fue no, aunque siempre lo era: con aquel “más adelante” ofrecía una salida dolorosa pero cómoda, un futuro incierto con una ilusión lejaníiiisima como lucecita en la montaña.

Así justificaba mi negativa a mi propio yo. “Viajo mucho por trabajo y no puede quedarse solo”, “es un departamento muy chico”, “si salta por la ventana de este cuarto piso no habrá siete vidas que valgan”.

Afectado por el cargo de conciencia, buscaba sanaciones: puse al cuarto de la pequeña cortina de gatitos, sus muros se llenaron de todas las razas de gatos de peluche, su cabeza la adornaban diademas de gato, fue gatita en fiestas de disfraces y aprendió a contar los días con calendario de 365 gatos que dicen cosas tipo “I was licking your toothbrush” con la imagen de un minino con ojos culposos recostado en la frescura del lavabo del baño.

Pero claro, ellos no maullaban, ni brincaban a nuestro regazo, ni ronroneaban por caricias domingueras, ni soltaban estelas infinitas de pelo. Es decir, en casa habíamos creado un templo gatuno, sin gatos. Templo triste, al fin y al cabo.

Una mañana, una novia, “Carras”, me dijo que se iría de su departamento un rato para comprar algo. Me dejó solo-solo-solo con su gatita Olivia. Tenso (nunca sé cómo actuar con cualquier especie animal), desde la cama la empecé a observar. Olivia descubría una pelusa que giraba en el piso y la miraba absorta, vigilante y desconfiada: debía escudriñar, acercarse sigilosa, atacarla con salvajismo. Igual sucedía al detectar una mosca sobre su cabeza, si el viento movía una tirita de cobija, si los vecinos de arriba se carcajeaban. Todo era sospechoso, atractivo, fantástico.

Mi novia regresó y le dije algo como “los reporteros deberíamos ser como gatos, ¿no? Todo sospechan e investigan, todo los maravilla”. Creo que su única reacción a mi reflexión fue acariciar a Olivia (no perdía mucho el tiempo con mi filosofía). Pero de a poco yo caía en esa seducción universal que los gatos ejercen en esta ciudad, México, el mundo y la galaxia.

Ayer, mi hija se acercó a mi escritorio y me lanzó un, “‘pa, no sabes cuánto quiero un gato”. Como necesitaba opiniones masivas pregunté en Twitter: “Amantes de los gatos, una duda me atraviesa el alma: ¿por qué los adoran?”. Las respuestas llegaron por decenas. Miroslava dijo que los quería porque sólo necesitan “cariñitos limitados”, La Diabla porque “son enigmáticos”, Marcela porque encarnan “la medida exacta de afecto e independencia” (entonces habría que amar como gatos), Eréndira porque “hacen cosas muy extrañas” como abrir puertas moviendo el picaporte, Yeibiz porque “te sanan con su ronroneo”, Isabel porque son ellos los que “te adoptan como dueño”, Anhelé porque “aunque parece que no, siempre están” y Bhrenka porque “son criaturas sinceras” y “esponjosas”.

—¿Y tú para qué quieres un gato? —pregunté a mi hija.

—Para que me acompañe cuando esté triste a la hora de dormir.

No puede más mi corazón reblandecido: el domingo adoptaremos uno, recién nacido. Qué dura es la vida sin gatos.

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