Villa Olímpica me esperaba con largos días en que los astros conjugados me arrojaban un maná divino formado por todo lo que yo necesitaba: diversión y güeva. “Villa Olímpica”, oía mi mente infantil y se encendía mi corazón: me encontraría con mi amigo Pablo en su depa del edificio 29, nos tiraríamos a ver fut (a nuestro Atlante y también un Tampico vs Potosino si eso transmitían). Una siestita y a jugar Ouija para descubrir quiénes fuimos en vidas pasadas. Al rato, papitas y Coca-Cola mientras románticos soñábamos con las chicas imposibles de la secu. Y en la tarde a la explanada con otros niños para cumplir nuestra misión: perder el tiempo.

Yo no vivía ahí, pero a mis 12 años abordaba el Ruta 100 para llegar a la entrada de Villa. Árboles, quietud. A un lado, la Fábrica de Papel Peña Pobre; al otro, la unidad habitacional. Y ya: un remanso.

Hoy, cada semana, la vida me devuelve a la zona de Villa, donde tres gallinas picotean el asfalto al que los priistas campesinos “Panchos Villas” les arrojan maíz. Atadas a un huacal, cacarean neuróticas porque ya no oyen a los gorriones de su tierra agraria. Con las patas sobre un camellón desmoronado oyen coches, camiones, claxons y llantas que zumban junto a sus cabezas desplumadas por la angustia.

Sigamos el tour, 10 metros al sur. Los elevadores para discapacidad del Metrobús son por fuera imán de grafiti rabioso, rayones de furia. Entremos: orines de Homo sapiens bajo nuestras suelas, líquido desprecio que da náuseas a la señora que subirá al andén en su silla de ruedas. Mejor salgamos. Sigo las rampas, también para gente con discapacidad. Perfecto: pavimentadas, declive reglamentario. Pero… ¡bingo! La que lleva a Diconsa tiene, justo a la mitad, un poste de luz. Sí, hará dar reversa a quien conduce la silla pues el gigante de la Comisión Federal de Electricidad grita: “Aquí no pasas”. Ahí junto, Refrescos Gloria es el inicio de un mazacote de changarros de carnitas, cerrajerías, sitios de taxis; puestos de gorditas, fruta, tamales, salpimentado todo con CO2 de trailers que escupen estelas negras rumbo a Morelos. Así respiramos y comemos en este rincón del sur capitalino, con gases girando en nuestra nariz y lengua. ¿Algún cachito verde que nos salve por aquí, por allá? Sí, los jardines que van al club donde entrenaron los atletas de México ’68. ¿Nos acostamos en el pastito como en los viejos tiempos? No, mira, hay heces. Sí, caca. Montones de caca humana entre jacarandas, eucaliptos, azaleas, y claro, moscas y hedor que empujan al abismo mi dulce pasado hasta estamparlo mortalmente contra la realidad. Vámonos.

Miren, unos policías estacionados en Insurgentes. Aquí hay todo menos silencio rico para un coyotito, pero eligen este punto para trabar el tráfico. Las patrullas zambullen su caucho ardiente en un gran charco que surge en cuanto llueve. Y a dormir con boquita abierta sobre el lago cuyas especies navegan alegres: pez pañal, pez botella.

“Buenos díaaas, hora de despertaaar”, avisa con el sol que amodorra la madre tierra de Tlalpan. Los oficiales abren los ojos. ¿A quién cuidan? A 50 Panchos Villas que bloquean la “vuelta inglesa” rumbo a Insurgentes Norte con carpas, tendederos, comales y las tres gallinas. Un auto molesto les pita ta-ta-ta-ta-ta, y por eso cuatro señores de sombrero dejan sus sillitas cantineras, agarran unos maderos y los avientan a los carros. “Ya cálmense”, se queja un poli con desgano. “Es que nos mentó la madre”, explica un Pancho. Y yo ya parto de la Villa de mis amores con la nostalgia triste, apachurrada, con ganas de olvidar las tardes con mi amigo Pablo.

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