La noticia decía algo así: “Identifican cuerpo desollado como normalista de Ayotzinapa”. ¿Desollado? Como al texto que en ese 2014 refería el cadáver de Julio César Mondragón no lo acompañaba ninguna foto, acudí a la RAE en pos del significado de esa palabra. “Quitar la piel del cuerpo”, leí. “¿Quitar la piel del cuerpo?”. Seguía sin comprender. Y entonces Google Images me dio sin recato la respuesta gráfica. Las escalofriantes imágenes —que solo asociaba a las películas gore que vi en la adolescencia— en México no eran ficción. Aunque jamás se me había ocurrido que semejante castigo existiera, en mi país se asesinaban personas arrancándoles la piel, como ocurre con las reses en los rastros.

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Me había negado por años a ver El Blog del Narco. ¿Qué podía aportar el conocimiento preciso, explícito, del espanto? Pero en aquel septiembre trágico de la desaparición de los 43 estudiantes di clic ahí por primera vez. Y entonces saltó el catálogo: colgados, quemados, apuñalados, mutilados, ahogados, asfixiados, disueltos en ácido, descuartizados. Y otras cosas terribles, como en la Edad Media. La inventiva del horror no sabe de límites.

En México, cuya tasa de homicidios alcanza la cúspide planetaria, que alguien mate parecería un mal menor (inconcebible) si nos detenemos en los cómo. Los modos para matar denotan el sadismo infinito del verdugo, tanto por el mensaje de escarnio hacia los deudos y todo el que vea el cadáver, como por el esfuerzo deliberado de causar a la víctima el más terrible tormento.

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En W Radio, hace minutos, Feggy Ostrosky, psiquiatra de la UNAM experta en asesinos seriales y muitihomicidas e investigadora de la mente desde hace decenios, se mostraba sorprendida por la generalización de los sociópatas y psicópatas en el Valle de México, donde vivimos.

Pero lo cierto es que del Bravo al Usumacinta no solo hay culturas fascinantes, ricos ecosistemas, maravillosas ruinas prehispánicas, 68 lenguas y una gastronomía compleja y diversa, como nos enseñaron en la escuela. No, en esta nación hay una extraña masividad de homicidas que reinventan el horror para volver infernales los últimos  momentos de otros seres humanos y trastornar a los vivos que atestiguan sus actos por las redes, los periódicos o como sea.

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No se trata de seres solitarios, rarezas atractivas para Netflix o Hollywood como Ted Bundy, Andréi Chikatilo, Charles Manson o H. H. Holmes.

El año pasado fueron asesinadas en México 33 mil 341 personas. Y desde 2006, la cantidad supera por mucho las 200 mil. Si los números son pavorosos, los procesos para acabar con la vida lo son más. Solo este año en un rancho de Tamaulipas aparecieron 19 cuerpos calcinados; en el Edomex, las niñas Valeria, Camila y Giselle fueron asesinadas de manera espeluznante, y 19 cadáveres desmembrados aparecieron en 11 fosas en Tecomán. Y son solo tres ejemplos.

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Para matar en el volumen con que se mata desde hace 13 años y, sobre todo, con las aterradoras técnicas, son necesarios no asesinos solitarios, sino ejércitos de sociópatas y psicópatas movidos por razones sociales y/o genéticas. Aunque la problemática es complejísima, en conjunto con otras disciplinas la psiquiatría ha hecho estas asociaciones: a) las personas con escasez genética de la enzima MAO-A pueden volverse criminales al dispararse sus niveles de agresividad; b) sufrir violencia grave y sistemática en la niñez predispone a la formación de asesinos inhumanos.

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¿Qué está sucediendo? Algo insólito, y muy poco se hace para entender el misterio y atacar el origen: no podemos seguir viviendo en un país con multitud de monstruos.

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