Lucha sentía cómo mi mano se desprendía sin permiso de la suya para correr por la vereda y llegar cuanto antes al parque La Moderna. La señora que me cuidaba en horas en que mi madre trabajaba en el IPN no podía seguir el ritmo de mis largas patas flacas que sobre la calle Marcos Carrillo daban zancadas supersónicas para subir ya mismo a la resbaladilla, el gorila de concreto, el columpio o echar un “gol para” donde yo era el Cabinho atlantista mientras el azulcrema Zelada era mi amigo Luis.

Señora chiquita de provincia, Lucha sabía bien cómo impedir mi fuga sin necesidad de perseguirme. Simple: “¡Te va a llevar el Robachicooos!”. No me detenían la potencia de su grito ni su ceño fruncido ante el niño incansable de 5 años, sino aquella palabra estrujante: Robachicos.

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Me frenaba en seco como si chocara con un muro, y entonces desandaba el camino en esa zona de la colonia Viaducto Piedad: regresaba a Lucha porque había oído la palabra maldita, “Robachicos”, trampita algo siniestra pero a la vez exclusivamente mitológica pues en los años 80 era tan posible su aparición como la del Coco o La Llorona.

Ni el horrible Coco te comía si no te dormías, ni los espectrales sollozos de La Llorona viajaban desde Xochimilco para tomar Calzada de Tlalpan y asustar a las niñas y niños que vivíamos cerca de Xola o Chabacano. Y tampoco el Robachicos robaba chicos. En síntesis: esos personajes eran arcaicos métodos pedagógicos para infantes hiperactivos cuyas madres, padres, nanas o tutores querían bajarnos las revoluciones y pasársela tranquis.

Lucha retomaba mi mano y —para sacarse culpas— rumbo al parque me compraba una deliciosa tarta de uvas de la antigua panadería El Escorial, con una crema pastelera cuya suavidad, dulzor y densidad casi te desmayaba del placer.

Pasaba el tiempo y como tenías claro que los robachicos eran (salvo rarísimas excepciones) seres de fantasía en los que ningún menor de 8 años creía, si ya estabas en tercero de primaria ibas y volvías solo entre la casa y la escuela. Los pequeños —tanto mujeres como hombres— de esa edad, 9, 10 años, aunque habitábamos esta misma Ciudad de México en realidad habitábamos otra Ciudad de México, donde los raptos eran sólo fábulas. Sonaba el timbre del patio y a invadir las calles con las mochilas para ponerlas de porterías, tomar helados con mermelada y chochitos, tocar los timbres de los vecinos y huir divertidos, valientes y orgullosos como si hubiéramos asaltado un banco. Deambulábamos y llegábamos sucios a nuestras casas con la tarde avejentada o la noche joven, y en el peor escenario tu mamá te decía: “Óyeme no, no llegues tan tarde. Ni has hecho la tarea”.

¿Y a los 11 años? Nuestra independencia ya recibía título profesional. Los pequeños del rumbo, entre ellos Raúl Abraham Ortega Domínguez —mi mejor amigo—, tomábamos solitos la combi que surcaba la lateral del Viaducto hasta depositarnos en el Parque del Seguro Social. Pagábamos tres pesos, lo mismo que una Tutsi-Pop, ilusionados de que nuestros Tigres Capitalinos, siempre en crisis, vencieran a los odiados y poderosos multicampeones beisboleros Diablos.

Out 27 y volvíamos solos a casa, dormíamos, despertábamos y sin riesgos íbamos solos a la escuela. Y luego salíamos solos, sin papás vigilantes que a esas horas, en aquellos años, hacían mejores cosas que ser guardaespaldas de sus retoños. Papás que no temblaban ni sufrían el día a día, toda la vida, con esa monstruosidad desesperada de hoy llamada Alerta Amber, el tétrico aviso de que los niños de esta ciudad perdieron, quizá para siempre, lo mejor del mundo: la libertad.

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