Desperté con el antebrazo derecho adolorido, como si en la noche hubiera sostenido un muro gigante a punto de desplomarse. Pero no: mis ocho horas habían sido de un sueño habitual, sin interrupciones ni para ir al baño. ¿Qué me sucedía? Extrañado, miré mi triste brazo doliente para hallar alguna turgencia muscular que brindara pistas. Nada. En ese acto reflejo que ataca a media humanidad, giré: con la luz tenue del amanecer tomas el dispositivo y entras a Twitter, WhatsApp, Facebook, lo que sea que alivie la asfixiante ansiedad de redes. Marqué el password y en ese instante exacto una punzada atacó mi mano.

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Quizá esa mañana antes de ver si tenía mensajes urgentes tipo “ke ase”, mis sospechas me llevaron a un atajo de Google y escribí “uso excesivo del celular”. Montones de artículos repetían “fatiga muscular”, “tendinitis” y algo misterioso, el “síndrome del túnel carpiano”, explicado así: el movimiento repetitivo de los pulgares de un usuario promedio de celular hace al ligamento carpiano apretar miles de veces el nervio mediano que corre en su interior. Si no das tregua al celular, machacas como chile en molcajete al pobre nervio (y no 15 minutos, lo que te lleva hacer una salsa, sino horas y horas). “¿Y ahora qué ves?”, me suele decir mi hija. Ese es su reclamo discreto, resignado, al descubrirme deslizando el pulgar en la pantalla, vegetando en un todo abrumador e infinito que es lo mismo que la nada. “Nada”, digo, y es la verdad. Entonces lucho como adicto hacia una salvación que yace dentro del propio iPhone y se llama “modo avión”.

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Hoy, lunes 8:46 pm, abro Twitter: un caricaturista denuncia que es una “pendejada” que un tal Nacho le robara un tuit. Una conductora tuitea su foto sobre el texto “extrañando la playita”. Maduro manda “importante mensaje al heroico pueblo venezolano” y un periodista deportivo bromea:“¿le habrá costado al Madrid elegir entre Hugo y Zizu?”.

Hubiera podido vivir sin esos tuits, pero opté por vivir con esos tuits. Y así nos vamos.

Entremos al Metrobús y por un momento no veamos al celular, sino a la gente. Antes, en el viejo mundo, husmeábamos los rostros de los pasajeros, leíamos algo, veíamos la realidad pasar por la ventana por curiosos o para filosofar sobre nuestro destino. Hoy, como ejércitos de autómatas admiramos pantallitas. ¿Qué pasa delante de nuestros ojos irritados? Quizá el video de una chica apuñalando a su novio y luego abrazándolo arrepentida, un guardia de supermercado de muchos kilos en República Dominicana bailando jocoso, una gaviota robándose una bolsa de papas de un 7-Eleven. A mí, o al pasajero de enfrente, nos tomó ver eso un minuto, pero veremos videos 30 minutos más, dos, tres, cuatro horas. Y así, en una ecuación aritmética que es la desolación se nos irán años de vida sonriéndole absortos a la tontería. De un tuit a otro, de un video a otro, de un post a otro, saltamos entre ínfimas alegrías efímeras que son vacío, existencias extraviadas.

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Hace un rato, la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, anunció como obra magnánima, imperecedera, que su administración instalará 25 mil puntos de internet gratis. Imaginé un gobierno dotando algodones, jeringas, drogas, a millones. Suministrando esa decadente felicidad momentánea, las incontables dosis que dañan los túneles carpianos de sus manos extenuadas (es lo de menos, claro) y, sobre todo, su capacidad para ver y entrar al mundo.

Veinticinco mil puntos para que de a poquito se nos vaya la vida.

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