Crecí en otra ciudad muy parecida a ésta, pero que ya no es la misma. Ni siquiera se llama igual que la ciudad en que nací. Hay cosas que parecen seguir iguales, pero es la pura apariencia. Todo lo demás es ya otra cosa. Y esa “otra cosa” es, en realidad, la ruina en curso sobre la que será construida una nueva cosa, y así hasta el final de los tiempos o hasta el final de los chilangos, lo que suceda primero.

Mi cine favorito de niño, por ejemplo, entonces llamado el Continental y que era lo más cerca que estuvimos de Disneylandia muchos infantes mexicanos, con su fachada de castillo de la Bella Durmiente y las paredes de la sala adornadas con personajes de las películas, es ahora un incipiente Superama. Mi cafetería favorita, que era un avión fuera de uso estacionado en el Wings del aeropuerto, donde conocí la epifanía del peach melba y del banana split, ahora es un desangelado estacionamiento sin avión.

El expendio de revistas viejas donde pasé las mejores horas de mi infancia leyendo Fantomas, Kalimán, Lágrimas y Risas, Simón Simonazo y TV y Novelas, entre otras edificantes publicaciones, se convirtió en una aburrida tienda de canceles para baño. La papelería a la que iba a comprar cartulinas y plumas para la escuela es un Starbucks, y la tienda Blanco, Blanco, Blanco, que “abarata la vida”, adonde iba con mi madre a comprar la despensa, ahora es un Walmart.

Como si fuera una broma de Dios, el lugar al que iba de niño a jugar en unos carritos chocones que se llamaban Baby Kart, o algo así, ahora es la Casa del Adulto Mayor Benito Juárez. ¿Volveré a jugar ahí alguna vez?

El hospital donde nací en La Viga es un edificio de departamentos. La casa donde vivieron mis abuelos y mi padre, en la colonia Moctezuma, ahora es el espacio de las Carnitas El May. Y aunque en la “Mocte” han cambiado muchas cosas, hay que reconocer que la esquina puntiaguda donde se encuentran los legendarios Almacenes González se mantiene igual desde tiempos inmemoriales.

La casita pequeña y blanca de mi abuela materna frente a la Secundaria 90 (en la Moctezuma también) es la Papelería Male. Del terreno baldío adonde iba a jugar con ella entre vagones abandonados y oxidados no queda absolutamente nada. Ni siquiera reconozco la zona y es obvio que para la zona también soy un extraño.

La terraza del inmueble de Insurgentes y California donde estuvo alguna vez el Casino Royal y luego Rockotitlán, donde me aventé los primeros conciertos de mi vida, alternando con las jóvenes versiones de Fobia, Café Tacvba y demás leyendas del rock nacional, ahora no es nada, aunque si se busca el lugar en Google Maps aparece un indicador que dice “Maxicopias”. La librería coyoacanense donde pasaba horas espulgando los libreros, ahí donde mi maestro de la UAM-X Luis Lorenzano murió mientras leía y tomaba café, es ahora un lugar de mariscos llamado Cabo Coyote. La mojarra al mojo de ajo les queda muy buena, por cierto.

El edificio en Londres y Varsovia en la Juárez, donde viví muchos años de diversión en pareja y el nacimiento de nuestro primer hijo, hace casi 18 años, está en espera de ser demolido pues resultó seriamente dañado durante el terremoto del 19 de septiembre de 2017. Mi matrimonio fue demolido como 10 años antes por otra clase de movimientos telúricos.

Así, los lugares donde recuerdo que pasó eso que llamamos vida ya no son los mismos y es inevitable pensar, ante tales evidencias, si no será que todo se lo ha imaginado uno y que esta ciudad no es otra cosa que un espejismo mutante.

Si un fanático de Los Beatles quiere reconstruir la historia de su banda favorita puede visitar la Caverna, que fue donde comenzaron a hacerse famosos. Pero si cualquier chilango quiere reconstruir su historia tiene que recurrir obligadamente a la memoria y a la imaginación. La ciudad es otra siempre, nunca es la misma; se reconstruye sobre sus propias ruinas. Y nosotros nos vamos quedando con cada vez menos de la ciudad que somos, hasta ser completamente desconocidos para ella.

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