Hoy quiero rendir homenaje a uno de los lugares más visitados en esta ciudad, a donde suelen ir todos los enamorados que han atravesado de lo que antiguamente se llamaba la etapa de la “manita sudada” a la parte realmente divertida de toda relación, que es cuando se le pone “Jorge al niño”, “mayonesa al camarón” y demás condimentos a la vida de pareja. Me refiero, por supuesto, a la Costera del amor, sobre calzada de Tlalpan; mítica y erótica región que cruza del centro hacia el sur de la ciudad y que muchos chilangos y chilangas hemos visitado, urgidos por el deseo y la pasión, siempre fugaz pero bien sabrosa.

Visité por primera vez la Costera del amor en la adolescencia, después de que, igual que Adán, fui expulsado del paraíso de la casa familiar por encerrarme en mi cuarto con mi novia y subirle a la música para hacer “cositas”. Desde ese momento recorrimos buena parte de los hoteles de la ciudad, desde los más baratos y feítos hasta uno que, recuerdo, tenía un jacuzzi al cual no nos atrevimos a entrar, pues en él flotaba un insolente vello púbico ajeno.

Era una época en la que todavía sobre la cabecera de esas camas de colchas horribles, había un botoncito en el que se podían sintonizar dos o tres estaciones de radio, además de contar con su tele, con los tradicionales canales porno. Me recuerdo encuerado, feliz y enamorado, mirando pasar el Metro de la Línea 2 como si estuvira viendo pasar ballenas en Los Cabos (la verdad nunca he estado en Los Cabos y la única ballena que he visto se llamaba Keiko).

Ahí supe lo que es salir recién bañado y oliendo a Rosa Venus; y ahí también descubrí el perverso gustito de escuchar los gritos, aullidos, ladridos, rugidos y gemidos de las parejas de los cuartos vecinos. Recuerdo también momentos bochornosos, como el 14 de febrero aquel en que decidimos que era buena idea ir a celebrar a nuestro hotel de confianza y pasamos hora y media en una sala de espera viendo a otras parejas con las mismas ganas frustradas de coger y teniendo que esperar como si tuviéramos cita con el dentista.

Muchos amores han ido y venido los últimos años, pero la Costera del amor se mantiene vigente y decadente. Aunque es preciso decir que los hoteles han evolucionado. ¡Muchos ya tienen WiFi! La última vez que visité uno de esos que se hacen llamar “boutique”, estuve en la habitación de “El Chapo”, que incluía un túnel por debajo de la cama por si era preciso huir del lecho amoroso en un momento de distracción del ser amado.

Brindo por que la Costera del amor nos dure muchos años, que la arreglen tantito solo para que no se vea tan horrible, y por que, así como en Garibaldi hay estatuas de los grandes compositores, en calzada de Tlalpan tengan su monumento todos los héroes y heroínas de la seducción nacional: de María Conesa a Mauricio Garcés, pasando por María Félix y Vicente Fernández. ¡Que no se extinga la llama del deseo chilango en esta ciudad indeseable!

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