Nada más tranquilo para un chilango que un domingo en Coyoacán con sus hijos. Salvo cuando de la nada se para a tu lado una patrulla y te detiene por verte “sospechoso”.

Entiendo que en México ver a un papá abrazando a sus hijos es digno de sospecha, pero no esperaba que esa actitud nos acarreara problemas con la autoridad.

Un policía gordito se bajó rápidamente del vehículo con una mano colocada sobre su arma y dispuesto al ataque.

—A ver, ¿qué están haciendo?— preguntó el oficial, convencido de que su intuición no lo engañaba y que estaba ante una triada de verdaderos delincuentes.

—¿Qué estamos haciendo de qué?, ¿por qué llegan así? Vengo caminando con mis hijos—, le dije.

—¡Cálmese!—, me respondió el policía levantando la voz.

—¿Cómo que me calme?

—¡Que se calme!—, gritó el poli. Miré a mis hijos, quienes se habían percatado que la cosa se salía de control. Como un Dr. Strange chilango imaginé varios escenarios: en uno de ellos yo era golpeado por un policía y subido a la patrulla delante de mis vástagos; en otro los tres éramos subidos a la unidad y llevados a la delegación (si bien nos iba), y en uno tercero, un poco peor, los polis tenían a bien sembrarme alguna sustancia y así tener la coartada perfecta para ajustar la realidad a sus sospechas.

Pasamos un par de minutos de terror, en los que tuvimos esa sensación tan mexicana de estar en el lugar incorrecto a la hora incorrecta. Como el pobre al que alcanza una bala perdida de un tiroteo cercano, o la guapa de la colonia que se enamora del narquillo local, supimos que sin haber hecho nada estábamos a punto de que nos pasara cualquier cosa.

Cuando pregunté por qué nos detenían de ese modo, el policía nos dijo que alguien había hecho una denuncia de que unos chavos andaban “fumando marihuana” y obviamente a ojos de la policía éramos nosotros los más parecidos a la descripción de los “criminales”. Justo veníamos del mercado de Coyoacán, donde mi hijo me pidió que le comprara una sudadera de “jerga”, quesque porque se quería disfrazar del cantante de Zoé. Supongo que hasta la sudadera de jerga influyó para entrar en el arquetipo que la autoridad buscaba.

Estaba a punto de sacar mi celular y registrar la detención cuando llegó corriendo un chavo, con una cachucha con el logo de la delegación, y les dijo a los polis que los cuates que buscaban andaban por otro lado. El policía no quería dejarnos ir. No le gustó nada que cuestionara su detención, pero el joven le insistió que no éramos nosotros y muy a regañadientes el policía volvió a su patrulla a buscar a los verdaderos maleantes. Me imagino que a ellos detener verdaderos delincuentes no les gusta tanto como intimidar y sacarles dinero a chamaquitos pachecos.

Regresamos tristes, vejados e indignados. Pensábamos que las tres veces que han asaltado a mi hijo mayor en esa misma zona la policía nunca se ha aparecido; recordé que cuando se metieron ladrones a mi casa, al final la policía no se quería ir de mi domicilio si no les daba dinero, porque pues ¡ya no había ladrones! Y me acordé de las veces que he sido detenido en mi vida por vestir “extraño”, traer el cabello largo, cargar una guitarra y básicamente por ser joven en esta ciudad que castiga la libertad y que prefiere dedicar su tiempo y su fuerza policiaca para detener adolescentes.

Qué triste papel el de la policía: joder a los que pueden y dejar en paz a los que nos joden a todos. Patéticos, miserables, abusivos. Se olvidan que sus hijos y sus seres queridos también están a expensas de su propia mierda. Por eso y por muchas razones más apostemos por la legalización del consumo de marihuana. Terminemos con el vicio de las autoridades que hacen negocio donde la ley no quiere mirar. Por los que consumen y también por los que no consumen, porque hasta ellos —como les pasó a mis hijo— pueden ser detenidos injustamente bajo esa misma premisa inmoral.

Las opiniones expresadas por nuestros nuestros columnistas reflejan el punto de vista del autor, que no necesariamente coincide con la línea editorial ni la postura de Chilango.