Nunca antes había asistido a la FIL Guadalajara porque era mi anhelo apersonarme básicamente de la forma en la que este año fui requerido. Fue un programa muy lindo el de los “Ocho al ruedo”, ojalá nos devenga en beneficios editoriales a corto plazo a los autores seleccionados por emergentes. Efervescentes, digo yo. Por lo demás, la feria cubrió por completo mis expectativas: es una maquinaria impresionante de libros, lectores, editoriales, editores, agentes… obreros de la palabra escrita, en resumen. La FIL, físicamente, es un emocionante laberinto. Todo lo otro, lo impalpable, es justo eso: literatura. Qué alegría.

Estuve al lado de un Cuentos Completos de Di Benedetto, pero lo confundí con el de Escritos periodísticos, cuando me di cuenta de mi error era demasiado tarde y ya se había agotado. Sí me hice de un El Silenciero y un Los suicidas. También me puse al día con los nuevos números de la Biblioteca del Universitario de la UV y con dos novelas de Sergio Galindo, cuya existencia no conocía. Adquirí Pelea de gallos de María Fernanda Ampuero, el ganador del Sor Juana de Cuento por parte de Roberto Wong y los que acaso serán los últimos libros editados por Tierra Adentro como tal, incluyendo los ensayos contenidos en Strauss quería pastel de Adrián Chávez, cuya primera página me pareció —a bordo del avión de regreso— brillante.

A la par, fui incluido en el programa Ecos de la FIL. Esta primorosa iniciativa implica ir a dar charlas a diferentes preparatorias jaliscienses. Me tocó Atotonilco. Fui recibido por un sendero de globos rojos y un feliz titipuchal de estudiantes exaltados, algunos iban disfrazados de el payaso Eso. Era un festival regional de literatura en homenaje a Stephen King y yo era el invitado especial. Les leí “Nidia Cielo” con todo y las majaderías. Platicamos cerca de dos horas. Hubo un momento formidable que me sacó todas las carcajadas del día. Yo decía que Netflix nos está malacostumbrando a temerle a los spoilers, cosa que en un libro es irrelevante. Entonces la Presidenta de la Asociación de Alumnos, micrófono en mano, señaló a una de sus compañeras y dijo en voz alta: por ejemplo, ella no sabía que Jenny Rivera se muere al final. Increíble. Ahí estoy, sonriendo en un titipuchal de selfies, que tal vez jamás veré, con estudiantes de Atotol, el Alto.

Lo malo: un número peligrosísimo de gente cree que la FIL es una enorme librería. Me tocó ver que alguien llegara preguntado en Editorial Era por libros de Julio Verne. Todos los expositores tienen historias de terror acerca del desconocimiento de la gente acerca de su trabajo, de su perfil, de sus sellos, de sus autores. ¿Hay una jerarquía entre logos de editoriales? Sin duda, pero no es un organigrama, es más una suerte de máquina de engranes. Tal autor es editado a buen precio acá, en ediciones de lujo acá, en ediciones mal traducidas acá, este sello editorial español publica sus cuentos no coleccionados, aquí en este otro stand venden su extraño libro de poesía.

Me parece que, así como a las nuevas generaciones se les tiene que dar clase de finanzas personales y de programación computacional, se les debe instruir sobre la vida secreta de los libros, las entrañas de los libros. No basta con leer media hora al día, como alega el gobierno en sus pósters zonzos. Hay que volver a México un país de lectores de lujo, educar a nuestras nuevas generaciones para que entiendan por qué una editorial independiente imprime en sudor y sangre y por qué una editorial gigantesca es el anhelado Ítaca.

¿Pueden imaginar una FIL Guadalajara abarrotada con este tipo de lector?

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