Venimos caminando sobre el Parque México que, a pesar de estar pésimamente iluminado, siempre me ha parecido medianamente seguro. Es de madrugada, acabamos de ver ese precioso collage de homenajes al cine mexicano llamado Museo. Qué chulada de filme. Me imagino que lo venimos comentando con alegría. El plural responde a mi novia y a mí. Entonces, a lo lejos y en una de las chozas abiertas que están incrustadas en los senderos del parque, alcanzamos a ver a dos sujetos evidentemente borrachos. Patean con furia algo en el suelo. Debimos corregir el rumbo, pero mecánicamente seguimos avanzando. Esta ciudad. La iluminación del Miniso no llega hasta esa zona del parque, aun así, a los pocos pasos descubrimos que lo que están pateando es la mochila de una app para repartir comida. Se vuelve muy evidente que ambos son repartidores de alguna compañía y que están hartos de su oficio. Todo normal. Es como cuando metí al congelador de un refri el León de Cannes de un jefe que tuve en alguna agencia.

Otro día: estoy con mi hermana esperando a que llegue mi mamá. Es de noche en la Narvarte. Dos repartidores de esa app están afuera de uno de estos edificios nuevecitos con guardia de seguridad y balcón miniatura. No sabemos qué están haciendo con la comida, pero lo que se alcanza a percibir es que la tienen abierta y están intercambiando ingredientes o sabrá dios qué. Lo que es un hecho es que están modificando el producto de como lo recibieron del restaurant o restaurantería de origen. Ahí sí, para que vean, jamás le metí mano al emparedado de patrón empleador alguno.

Los repartidores de comida de apps se volvieron velozmente parte de la fauna de nuestro panorama citadino. Se reúnen en grupos a los costados de los edificios o en las glorietas. Algunos parecen y actúan como pandillas, alburean a la chica que va pasando y odian a los de la otra compañía que se estacionan en la esquina de enfrente. Dormidos en sus bicis aguardan a que les caiga el jale. Encontraron cubil en ciertas sombras de edificios oficinescos. Un repentino antojo a dona glaseada activa su oficio. Y pensar que en algún momento en nuestras calles los únicos repartidores que había eran los de las pizzerías. Quizá después aparecieron los de sushi. Me acuerdo de vampiritos.com: ron, coca y hielos a la puerta de tu pachipeda sateluca. No sé qué tan interesante sea configurar una sucinta historia de los repartidores. Recuerdo un simpático meme fundacional en el que Pegaso Seiya cargaba una de esas cajotas de Uber Eats en vez de la que contiene su armadura de santo. Me distraje un segundo y ahora hay una fotografía, también material de meme, donde están en un semáforo en alto motociclistas rotulados como: Uber Eats, Sin Delantal, Postmates y Rappi. Wow.

Lo que es un hecho es que primero dejamos de salir a cazar o sembrar nuestra comida, después dejamos de aprender a cocinarla. Que hoy en día incluso seamos incapaces de ir a formarnos en una fila para acceder así a nuestra boba Big Mac nos deja muy mal parados como humanidad. La pereza de los comensales es negociazo, especialmente en colonias privilegiadas.

Y mientras tanto los repartidores patean sus cajotas.

También puedes leer otras columnas de Gabriel Rodríguez Liceaga:

Las opiniones expresadas por nuestros nuestros columnistas reflejan el punto de vista del autor, que no necesariamente coincide con la línea editorial ni la postura de Chilango.