Desde que inició lo que se puede llamar “la era del rock” (y antes, obviamente), sobran ejemplos de músicos cuyo comportamiento ha estado muy lejano de ser considerado intachable. Y a nadie le importaba, salvo a los guardianes de la moral y las buenas costumbres. Al contrario, culturalmente se celebraba que los músicos rompieran reglas, que destrozaran tabúes, que enfrentaran arriba y abajo del escenario la estrecha mentalidad y la falsa moral que siempre han intentado imponer los sectores más conservadores. Y no solo eso. En muchos casos, el mercado lo recompensaba con una generosidad sin precedentes. Pregúntenle —se me ocurre, de bote pronto— a Led Zeppelin o a Mötley Crüe si ser chicos malos no les redituó. O incluso dejábamos pasar como si nada las confesiones de John Lennon sobre su tendencia a ser violento con las mujeres.

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Pero hoy son otros tiempos, más políticamente correctos, en los que los actos cuestionables y/o reprobables de toda índole, cometidos por algunos creadores (no solo músicos, sino también de otras disciplinas artísticas e industrias culturales, como el cine, la comedia, las artes plásticas y escénicas o la literatura), son observados con lupa y denunciados en medios de comunicación y redes sociales, y en algunos casos, han contribuido para acabar con carreras y legados. Yo tengo una duda genuina, cuya respuesta aún no encuentro: ¿qué hacemos con la música que apreciamos de aquellos que han cometido cosas terribles? ¿Podemos seguir escuchándola como si nada? Si los actos de una persona son condenables, ¿también lo es su producción artística? ¿O cada vez que suene, no sé, “Billie Jean”, de Michael Jackson, en Universal Stereo, la gozamos, pero no sin acordarnos de los menores de edad de los que presuntamente abusó? Habrá quien lo logre: que ni se acuerde mientras echa unos pasos de baile. Pero para otros no está tan fácil. Los monstruos también pueden ser genios, capaces de crear piezas hermosas, conmovedoras, que nos ayuden a encontrar nuestro lugar en el mundo, que nos ofrezcan consuelo en momentos difíciles, que nos ayuden a ver nuestro entorno con otros ojos.

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En tiempos recientes, han sido revelados los actos reprobables (y en algunos casos ilegales) del cantautor indie Ryan Adams y de la superestrella del R&B R. Kelly. El primero, de acuerdo con un reporte de The New York Times, ha sido un macho abusivo con diferentes mujeres a lo largo de su vida, utilizando su fama como una herramienta para ejercer este comportamiento. Hay testimonio de siete mujeres quienes, entre otras cosas, aseguran que exigía sexo a cambio de oportunidades profesionales. Si era rechazado, seguían campañas de hostigamiento. Por si fuera poco, intercambiaba mensajes sexuales con menores de edad. Por lo pronto, Capitol ya canceló el lanzamiento de los tres álbumes que tenía planeados este año Ryan Adams. Lo de R. Kelly desde hace muchos años se pelea en diferentes cortes. Sin embargo, la policía de Chicago decidió actuar hace unos días, quizá impulsada por el documental que recientemente se transmitió en la televisión estadounidense, Surviving R. Kelly, en el que se presentan varios testimonios de cómo abusa sexualmente de menores y opera una especie de secta sexual. Ahora está fuera bajo fianza y enfrenta diez cargos de abuso sexual. Habrá que esperar a que una corte decida si es culpable o no. Lo sorprendente es que muchos de sus entusiastas han hecho público su apoyo. Hay grupos en Facebook con miles de seguidores que aseguran que es inocente.

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¿Y mientras qué hacemos con ellos? ¿Nos hacemos de la vista gorda? ¿Seguimos disfrutando su música? ¿Nos solidarizamos con sus víctimas? ¿Nos sumamos a los linchamientos en línea? ¿Los borramos de nuestras librerías y tiramos sus discos a la basura? De verdad no está fácil.

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