A estas alturas del partido, la importancia de Led Zeppelin es incuestionable. Se trata de una de las bandas de rock más populares y más influyentes de la historia, cuya música, además de haber trascendido generaciones, fue una especie de rito de iniciación para millones de adolescentes durante décadas. Hace 50 años se publicó su disco debut. El que tiene en la portada una fotografía en blanco y negro del desastre del Hindenburg, aquel dirigible que estalló en el aire cobrando la vida de 36 personas. Según Jimmy Page, guitarrista y productor de la banda, para realizarlo solo ocuparon 30 horas de estudio de grabación, incluyendo la mezcla. A pesar de que buena parte de la crítica especializada de la época lo recibió hostilmente, fue el primero de una carrera exitosísima que se estima puede alcanzar los 300 millones de copias vendidas. Fue el disco que llevó el rock duro a las masas y con el cual se empezó a escribir la historia del grupo que definió mejor que nadie la década de los 70.

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Al observar con lupa la carrera de Zeppelin, es muy fácil encontrar episodios y detalles francamente cuestionables. El más grave, sin duda, es la tendencia de la banda a grabar canciones de otros artistas sin darles el crédito correspondiente. Sus batallas legales al respecto, de las cuales en pocas ocasiones han salido bien librados, son casi legendarias. En particular son problemáticas —y más en estos tiempos de corrección política— las canciones de artistas afroamericanos, antiguos bluseros, principalmente, apropiadas a la mala y con las que han lucrado de lo lindo. Desde su primer disco empiezan a aparecer estas prácticas cleptomaniacas: “Dazed & Confused” fue escrita y grabada por Jake Holmes y, sin embargo, en el disco se le acredita a Page. Hubo demanda y se acabó remunerando a Holmes. En “Black Mountain Side”, la “inspiración” de Page fue la adaptación que hizo el gran Bert Jansch a una canción folclórica tradicional llamada “Black Water Side”. Y para acabar, “Babe, I’m Gonna Leave You” fue declarada una canción de dominio público, cuando en realidad se trataba de una composición de Anne Bredon, a quien en algún punto de los años 80 se le otorgó el crédito y las regalías correspondientes. Una cosa es tener influencias y otra cosa el robo en despoblado, ¿no creen?

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Mientras la música de Zeppelin sigue sonando bien en estos tiempos, a pesar de todo, su forma de vida sería inaceptable y obsoleta en pleno 2019. Hoy les sería imposible, afortunadamente, tener relaciones con fans de 14, 15 y 16 años de edad, como era común en los 70 para ellos y muchos otros artistas. Su actitud sería señalada como masculinidad tóxica, no me queda duda, y sería seriamente cuestionada. Las preguntas son varias. ¿Se puede (o se debe) separar las obras de las personas? ¿Se deben juzgar los discos teniendo en mente las pifias de sus autores? ¿O uno se debe hacer de la vista gorda y gozar? Pienso esto mientras escucho el primer disco de Zeppelin. Sus potentes guitarras. La voz desgarrada y desgarradora de Robert Plant. El elegante bajo de John Paul Jones. Los pesados tambores del grandísimo John Bonham. Pienso, también, en todo lo que la música les debe. Lo que otros artistas se robaron de ellos. De su influencia en la cultura popular. ¿Se imaginan el mundo sin el heavy metal? ¿O el mundo de los que toman por primera vez una guitarra para tratar de sacar “Stairway to Heaven”? En los bebés que han sido concebidos escuchando estas canciones. A veces es muy difícil ser fan, no me queda duda.

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