La línea del tiempo de nuestras memorias está trazada a partir de esos picos que marcan un antes y un después en el trayecto. Son tachuelas que van clavadas en el corcho donde plasmamos la trama de nuestras vidas. Gran parte de los momentos clave de ese croquis personal —el mío, en particular— está ligada a un recuerdo que tiene que ver con comida. Estoy seguro de que muchos de mis apreciados lectores lo comparten. ¿Por qué? Porque, como decía el buen Guillermo del Toro en conferencia de prensa: somos mexicanos. Está en nuestro ADN.

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Uno de los primeros recuerdos que se me clavaron permanentemente vuelve a mí siempre por estas fechas. No tenía más de nueve años. Eran tiempos de vacaciones de Semana Santa, aquellos en los que jugábamos futbol de cuatro a cinco horas seguidas hasta que nos interrumpía la hora de comer o alguna sabia iniciativa de tirarnos globos de agua o lavar los coches de los vecinos a cambio de cinco pesos. Un día caminaba por la cuadra cuando me llamó el aroma inconfundible de la tortilla quemada. A la una y media de la tarde, cuando el hambre empieza a doler. La fragancia llamaba desde la caseta del vigilante de la cuadra. Los presentes: Tacho, el portero; Rafa, el jardinero, y Beto, el ayudante de la señora que nos odiaba a todos.

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La tortilla (procedente de la tortillería que estaba en la misma cuadra de mi casa) era recalentada en una de esas hornillas eléctricas en espiral que parecen Raidolitos. Después de unas cuatro vueltas, cuando la orillita empezaba a arder, retiraban la tortilla haciendo malabares con las manos para no quemarse. A un lado, una tabla de madera apenas suficiente para picar jitomate, cebolla y chile cuaresmeño. En la mesa (que podría ser la de una oficina, pero que en la caseta del vigilante era de usos múltiples) se manifestaba el protagonista del taco: una lata abierta de sardinas en aceite.

Revelación. De esos momentos en que no entiendes nada, pero que se presentan ante ti como una oportunidad de hacerte grande, de regresar a la escuela ya como un hombre. Un taco de sardina. Era su comida del día y, sin embargo, me invitaron a pasar. “Nada más cómete uno, porque tu mamá nos va a regañar si luego no comes”. Primera mordida: todo tenía sentido. Trozos toscos de cebolla, rodajas de cuaresmeño y la frescura del jitomate bañaban un pescado graso que yo nada más había comido con galletas Ritz antes del brindis de Nochebuena.

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Seguramente es el primer fish taco de mi vida. Supongo que fue tanto el asombro de mi capacidad estomacal que no tuvieron reparo en compartirme dos más. Nunca supe si era comida de vigilia o si así comían a diario, pero para mí esos tres señores eran unos adelantados a su época. Además, hablando de costos, cada uno de ellos comió por no más de 15 pesos, si tomamos en cuenta que lo caro del festín era una lata grande de sardinas Cal-Mex.

Culpo con alevosía a la nostalgia (y recuerdo exactamente a qué sabía ese taco) cada vez que alguien menciona la vigilia: mar, aceite, grasa, tizne, maíz y todo ese carácter fresco y herbáceo del chile cuaresmeño (sí, llamado así porque lo rellenaban de atún o queso en Puebla y Veracruz en Cuaresma). Regresé a casa. Durante la comida, entre la sopa y las milanesas, le conté a mi mamá lo que acababa de experimentar, sin saber que ese recuerdo sería una marca en mi línea del tiempo. Me llevé un regaño leve, gracias a que tal vez mentí un poquito sobre el número de tacos que me zampé. Tres décadas después, abrazo la vigilia y sus tacos de sardina.

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