En el aeropuerto de regreso de un festival de comida organizado por la revista Bon Appetit, comí hamburguesas, ramen y las rebanadas de pizza que exigía la deshora. Además, me bebí cada Tom Collins del estado de Nevada. Y con todo eso, regresé más flaco de lo que me fui. El doctor me citó la noche del domingo cuando vio los resultados de los análisis. Si no podía esperar para el lunes, era claro que algo andaba mal. Los síntomas coincidían: era diabetes.

Confieso que he comido. Desde chico, comer ha sido la mejor forma que tengo de emplear mis días. Como todo niño mexicano, eso incluía idas y vueltas a la tienda de la esquina, que ofrecía lo mejor de lo mejor: elotes Vero, pachicletas, miguelitos, raspatitos y dotaciones tan vastas de Ricolino y Marinela que ni el pinche Chabelo podría pensar en obsequiar.

Con el tiempo me encargué de que comer se convirtiera en mi fuente de ingresos. Comer para poder comer. Me dediqué a explorar la cocina de esta y otras latitudes desde la óptica del periodismo gastronómico. Si a eso le sumamos cervezas y las cubas que lubricaban mis fines de semana, lo mío era cuestión de tiempo. Llegué a pensar que me lo merecía, que ya me tocaba. Pero en esos días corría cada cinco minutos aquel anuncio de radio que me susurraba al oído: “No es ser diabético, es vivir con diabetes”. Intuí que yo no era el único al que le estaba sucediendo.

Toda generación tiene una enfermedad. Si nuestros padres y abuelos sufrieron hemorroides e hipotiroidismos; y nuestros amigos y hermanos, gastritis y ansiedad, entonces la diabetes es la enfermedad del futuro. Cada vez somos más y las proyecciones no son alentadoras. Según el INEGI, los fallecimientos por diabetes en México se han incrementado en un 86% en los últimos 15 años. Su estudio arrojó que la diabetes es la segunda causa de mortalidad de los mexicanos, solo detrás de las enfermedades cardiacas, ambas relacionadas directamente con la obesidad, rubro en el que nos aferramos a pelearle el podio a Estados Unidos.

Muchos culpan a la comida mexicana —en especial, a la callejera— de nuestro sobrepeso casi intrínseco. Pero detengámonos a pensar en el contenido nutricional de un taco de guisado o de una torta. Son carbohidratos que acompañan proteínas y vegetales. Es balanceado. Hay aberraciones calóricas como nuestra querida y epicúrea torta de tamal, pero ¿qué hay de una quesadilla de hongos, unas albóndigas con arroz o un cerdo en verdolagas? No es nuestra comida. Son nuestros hábitos.

Yo pensaba, por ejemplo, que un té helado del Oxxo era mucho más sano que un refresco. Que un Boing de mango con mis tacos era inofensivo. O que un litro de jugo de naranja era la forma más saludable de empezar el día. La Federación Mexicana de Diabetes recupera un estudio del British Medical Journal que asocia el consumo de bebidas azucaradas con 184 mil muertes anuales. Mientras no hacemos propias estas verdades, los niños siguen regresando de la escuela con bigotes de Frutsi de uva. Que no se nos haga la vista más gorda que la piel. El 14% de las personas que sufren diabetes en México no lo saben.

Es importante que los gobiernos pongan manos a la obra. Hace cuatro años en Chile, la presidenta Michelle Bachelet inició un programa que financiaría parte de la educación universitaria del país creando un impuesto a las bebidas azucaradas. Los chilenos disminuyeron su consumo en un 21.6%, generando un impacto en la industria que incluso forzó a Coca-Cola a bajar sus índices de azúcar en dos de sus marcas, Sprite y Fanta.

Entre los retos de quienes ocuparán puestos en la Secretaría de Salud —Oliva López Arellano en la CDMX y Jorge Alcocer Varela en la federal— está el reconocer que el futuro tiene una enfermedad que no se ha logrado erradicar. Que se combate con políticas públicas, concientización y mucho ejercicio. Y a nosotros, explicarles a los que vienen por qué no es bueno comer un Gansito tan seguido como se quisiera. Aunque sean riquísimos.

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