Jueves. 2:32 pm. La fila todavía no es tan violenta como en otras ocasiones, pero no tarda. A tres turnos, se encuentran cinco albañiles, de entre 27 y 35 años, que trabajan en una obra cercana, en la colonia Olivar de los Padres. Uno de ellos carga una Coca-Cola de dos litros y medio. Apenas una posición adelante, habla por celular un señor que salió hace media hora del Centro Libanés en una Land Rover blanca. Ya piden sus tacos cuatro estudiantes —tres mujeres y un hombre— de la Universidad Anáhuac del Sur. “Pide uno de res y uno de milanesa de jamón con queso”, sugiere el varón con la obstinada sonrisa del que sabe. En cualquier otro contexto sería complicado imaginar que estos 10 pudieran tener algo en común. Y, sin embargo, hoy lo tienen: buscan algo llenador, no muy caro y que no quite mucho tiempo. Y lo más importante, que esté bien sabroso.

La idea de cohesión social que ofrece una escena como la de este jueves en los tacos El Calvario (mejor conocidos como “Los Milanesos”) es entrañable para quien enaltece el espectro callejero, pero no deja de tener sus matices. En el día a día, el grueso de los chilangos elige sus sitios para comer fuera de casa pensando en cuatro variables: rico, barato, llenador y práctico. Es difícil que el quinto factor se haga presente: que sea saludable. Acaso las comidas corridas cumplirían apretadamente con todos, pero es debatible. El hábitat urbano exige practicidad: no solo que sea un bocado rápido, sino que satisfaga lo suficiente para aguantar hasta el siguiente alimento, cuando quiera que este llegue. En la calle, sano y sabroso casi siempre van peleados, sobre todo por temas de calidad, desequilibrio nutricional e higiene, que se suelen ignorar toda vez que se cumpla con el requisito del sabor.

Paloma Villagómez, candidata a doctora en Sociología por El Colegio de México, afirma que “es cierto que es posible encontrar obreros y oficinistas trajeados en un mismo puesto (…), pero los patrones de consumo alimentario callejero son muy diferentes entre estratos: obedecen a motivaciones distintas —de necesidad o gusto—, tienen frecuencias diferentes —diario, a veces o casi nunca—”. Mientras el socio del Libanés escogió este día para saciar su antojo, es probable que los obreros coman aquí muy seguido. Hace poco, me topé en Instagram con una teoría nada seria, pero que llamó mi atención: el dueño de la cuenta aseguraba que podía predecir el precio de un Milaneso según la situación del dólar; que él había sido testigo de cómo el taco había incrementado de precio a la par de la moneda estadounidense. Si esto fuera cierto, ¿cuánto tiempo les quedaría a los obreros antes de que tuvieran que buscar una alternativa? Al cierre de esta edición, un Milaneso cuesta $18 y el dólar apenas alcanza los $19.

Además del tema económico, no hay que olvidar las implicaciones en la salud. No es lo mismo comer una vez al mes un taco de doble tortilla embarrada de frijol con una milanesa freída en un aceite recalentado, que dos o tres veces por semana. A la comida callejera se le suma el incremento voraz en el consumo de productos ultraprocesados y listos para comer, que se adhieren a la idea “práctica” de alimentación fuera de casa. “La oferta casi omnipresente de estos productos —a diferencia de lo que sucede con alimentos frescos— ha cambiado los hábitos alimentarios, incluso en entornos rurales, donde la última Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (2012) detectó aumentos notables de sobrepeso y obesidad en mujeres y niños”, señala Villagómez.

Comer en casa es un lujo para un capitalino, por lo que una opción viable está en la calle. Pero eso no quiere decir que sea un espacio de equidad. Si la desigualdad social condena hasta en el acceso a productos frescos y de calidad, ¿qué nos queda? Exigir la regulación de los precios en los productos indispensables para una alimentación correcta. Si dos Milanesos cuestan $36, eso debería ser suficiente para alimentar de manera nutritiva y balanceada a un chilango promedio. Solo entonces habría un acortamiento de la brecha social. Hay gente que está haciendo esfuerzos por mejorar la concepción que se tiene de nuestros productos —como el reciente enaltecimiento de la tortilla sobre el pan—, pero es el consumidor quien necesita tener la última palabra.

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