Las posibilidades de que un futbolista al que le pongan un micrófono enfrente diga una tarugada son altísimas. Incluso dicha imagen es metáfora visual de estupidez, sinónimo. Recuerdo cuando a Luis Hernández, recién fichado por Boca, le preguntaron en Buenos Aires que qué se sentía vivir en el mismo edificio en el que vivió Julio Cortázar. El Matador respondió: ¿y ese dónde juega? La anécdota es bella. También me acuerdo cuando Nery Castillo fue convocado por primera vez a la selección mexicana y un periodista le preguntó si conocía los nombres de los que serían sus próximos compañeros. El sujeto enumeró nombres al azar: Juaréz, Hidalgo… ¡Zapata! Muy simpático.

Te recomendamos: De bote en bote

“Jugamos como nunca”, “hicimos nuestro máximo esfuerzo”, “vengo a aportar mi granito de arena”, “estoy contento por haber anotado el gol del triunfo, pero lo más importante es el trabajo en equipo”, “me llevo lindos recuerdos de este club”, “vamos a salir a hacer lo nuestro”, “metí el penal gracias a dios”. Un discurso vacío que se reitera semanalmente, semestralmente, cada cuatro años. Amo el futbol, pero no deja de ser un delirio que existan canales que dedican programación diaria las veinticuatro horas del día dándole seguimiento a las declaraciones de estos individuos. Analistas deportivos discuten por horas y horas acerca de algo que ya pasó o que aun no ha pasado: un juego de 90 minutos.

Megan Rapinoe, cocapitana de la selección de futbol de USA, tomó los micrófonos y mandó un puñado de mensajes: nos pide que seamos mejores personas, exige un pago igual entre hombres y mujeres, ataca al racismo y defiende preferencias sexuales. Está haciendo lo que a ningún futbolista varón se le ha ocurrido en años y años de goles. Aprovechó las cámaras para dar un punto de vista. Un punto de vista poderoso y necesario. Estoy convencido que, de golpe, un porcentaje enorme de futbolistas debieron sentirse tontos: “¿es decir que yo podía dar mis opiniones cuando me acercaban la cámara?”.

Lee la entrega anterior de Gabriel: El guion ha muerto, viva la película

Pasa algo con Rapinoe: es etérea y súper dulce, celebra sus tantos como si fuera una muñeca de porcelana. Pero al siguiente segundo se vuelve dura y severa, tensa los músculos y le pinta dedo a las cámaras. Esta capacidad histriónica suya nos dio el video donde “trata mal” a un chiquillo que se acerca para que le firme un balón. Se colaron posteriormente varios videos en los que la capitana le da su tiempo a cada uno de los fans y no hay una cuenta regresiva en el fondo. Esta dualidad es una herramienta ultrafregona, básicamente porque atemoriza a los hombres. Es así.

Con el cabello color algodón de azúcar, Megan Rapinoe tiene un preclaro gusto a símbolo, es fácil imaginarla ilustrada por manos duchas, orientando portadas, diciendo las cosas como tienen que ser dichas, mandando a Trump a freír espárragos. Ojalá su existencia inspire a algún o alguna deportista mexicana a alzar la voz, aprovechar el foro, los micrófonos y la botellita de agua. Hay tanto por decir en medio del ruido.

Lee también: Solo quiero un poco de atención

También puedes leer otras columnas de Gabriel Rodríguez Liceaga:

Ceja de ciudad

Relato sin descuento

Los de Lost estaban muertos

No corro, no grito, no empujo, no respiro