Ayer, 3 de julio de 2019, murió El Perro Aguayo. O como le decía yo en la primaria: El Pedo Aguado. Este bobo juego de palabras es uno de los primeros registros infantiles que tengo de algo parecido a un acto intelectual. Modificar palabras para la risa de mis compañeros. No estoy diciendo que yo haya inventado el mote, solo lo comprendía y propagaba. Por eso me dolió que muriera El Perro Aguayo. Con él se va la enorme cama de mis padres como un ring de lucha libre con todo y cuerdas imaginarias.

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El Perro Aguayo venía de un mundo sin “el nuevo Spider Man”, un mundo plagado de chistes de Pepito en vez de memes, un mundo donde uno solo accedía a los cómics mientras le cortaban el cabello. El Perro Aguayo sangraba, al igual que todos sus coworkers, bola de Jerjes. No faltaba el primo mala leche que decía que las luchas no eran reales, que eran actuadas. Pero uno veía la sangre, las uñas llenas de sangre arrancando máscara. Y era sangre real, no como la sangre de las telenovelas. El Perro Aguayo incluso consagraba a las cicatrices. Su presencia le daba realidad y realeza a tal disciplina.

Se muere un luchador pero las Luchas siguen. Siguen como siempre, con sus rebabas y sus virguerías, sus sinsentidos y sus leyendas. No soy un experto en el tema ni mucho menos. La Lucha Libre Mexicana y todos sus santos, son cuestiones que aún no nos viene Hollywood a reinterpretar y devolver masticadas. También por eso me pone triste que haya muerto El Perro Aguayo. Cuando muramos, nuestros predecesores se buscarán otro tipo de dioses.

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El conductor del taxi que me trajo al trabajo esta mañana venía escuchando audios de peleas de El Perro. Creo que las transmitía a manera de homenaje en un noticiero. Se escuchaban clarito los golpes contra el ring, al público enardecido lleno de comadres y beodos, niños que ahora son ancianos. Gana El Perro y le quitan la máscara a su rival. Lo humillan diciendo cuál es su nombre completo, su lugar de procedencia, su edad y ocupación ulterior. Me quedo asombrado.

México se salvará después de todo. Nuestra memoria aún late debajo de tantas capas y capas de reciente estupidez.

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