La lluvia en la Ciudad de México nos ataruga malamente, por lo que me fue imposible llegar a casa para ver la transmisión de los Arieles a tiempo. Apenas encendí la tele pude ver a un robotizado Alfonso Cuarón disculpándose por su ausencia debido a “motivos familiares ineludibles”. ¡Y yo todo empapado! El acartonamiento del cineasta contagió a prácticamente todos los presentadores: era muy evidente que estaban leyendo sus participaciones y al parecer la pantalla con los textos les quedaba o muy lejos o muy abajo.

Había unas innaturales ganas de ser circunspectos. Este detalle es irrelevante, estamos celebrando al cine nacional. Conforme Roma iba acumulando premios, más incómoda era la ausencia de nuestro galardonado en Hollywood, que en cambio envío a una bola de emisarios a recoger su estatuilla. Uno no podía sino preguntarse, “bueno, cuántos representantes puede tener este hombre”. De repente fue muy ridículo cuando Carlos Carrera también se hizo el ausente. Y luego un premiado más también faltó.  

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Apareció Susana Zabaleta cantando una rola primorosa —cuyo origen desconozco— al mismo tiempo que detrás de ella proyectaban imágenes de los difuntos del gremio más recientes. Guionistas, fotógrafos, escenógrafos, actrices. Gente de cine. Me acordé mucho de cuando veía películas mexicanas en blanco y negro con mi abuelita y ella me decía, ante la aparición de cualquier personaje: “uy, ese ya murió”, “ese está viudo”, “ese no se ha muerto pero ya está bien traqueteado…”

A mí me encantó Roma, es un filme precioso cuya menor evocación visual me pone la piel de gallina. Pero también es verdad que me choca enormemente que se celebre a Cuarón por algo que Ripstein lleva años haciendo de manera prodigiosa: filmar la mexicanidad ojerosa y pintada. Por eso, cuando apareció Paz Alicia Garciadiego no pude sino emocionarme. Su discurso fue tremendo. Sepultando al guionismo prorrumpió con el dictum que le da título a este texto. Hablaba aceptando su homenaje, pero aquello más bien parecía un canto. “Los guionistas somos aparentemente, la mano de obra prescindible y reemplazable a pesar de que sacamos la historia de la nada, le damos cara y sentido, tenemos el triste mandato del olvido.”

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Roma siguió ganando cosas. Los embajadores de Cuarón tomaban el micrófono. Aquello parecía un cuento polifónico. Yalitza no ganó. Nadie ha hecho el chiste de que le va al Cruz Azul, cosa que se me hace rara. ¿Hay un símbolo oculto en que, en cambio, ganara una actriz que interpretó a una mujer de clase alta? No lo creo. Aunque es difícil dejar de lado esa otra discriminación a la que ha sido sometida nuestra Yali: no ser actriz con educación teatral.

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Ilse Salas, en una entrevista ulterior a la ceremonia, me pareció una mujer brillante, sensata y contundente. Hay que irla a ver como Medea. Tampoco ganó Gael. El mejor actor resultó siendo el protagonista de Ocho de Cada Diez. Que, si mal recuerdo, tampoco asistió a la ceremonia. En cambio, el director de la cinta apenas tuvo el micrófono en la mano explicó el título de su trabajo: “ocho de cada diez asesinatos en México ni siquiera son investigados”. Wow. Y es que los Arieles 61 estuvieron llenos de mensajes sociales de observancia obligatoria: el temor a los recortes en cultura, la reivindicación femenina y feminista con el movimiento Ya Es Hora.

Ganó Pájaros de Verano, ganó La Camarista, a Niñas Bien le fue chido. Dichas películas estuvieron largos periodos de tiempo proyectadas en la Cineteca Nacional, por eso celebro que el evento se haya desarrollado ahí. Bonilla recibió un Ariel conmemorativo de manos de María Rojo, quien lo felicitó por nunca haberse metido a la política. Risas honestas entre el público.

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Al evento lo coronó un discurso de Ripstein, a mi parecer el mejor cineasta mexicano vivo y creador de la mejor película mexicana de todos los tiempos: El lugar sin límites. Capturé sus palabras a vuelapluma: “Aclaremos cuál es el papel del estado y su mecenazgo, frecuentemente confundido con industrias como la automotriz o la cervecera […] no es una limosna para aquellos que hacemos cine, literatura o poesía; es un deber del estado, así tiene que entenderlo la sociedad, el gobierno […] Los que hacemos cine somos el espejo oscuro que refleja y se refleja; el cine no es un lujo que se puede desechar, no es un bien prescindible. No hay crecimiento sin cultura, no hay desarrollo sin cultura, no hay democracia sin cultura”. Gael lo dijo con menos palabras: “Gracias a la cultura no nos ha llevado la chingada”.

En el streaming en vivo de Canal 22 había escasas 200 personas y pico viendo la premiación. En mis redes sociales no sobran los posteos y tuits burlándose de la ceremonia. Los Arieles fueron una procesión de ausentes. Guionistas en la sombra, adorables difuntos en blanco y negro o ganadores del premio con otras prioridades en lunes por la noche. Es muy triste esto. Nuestro cine: siempre semitransparente, vedado, hecho desde la necedad, tristemente informal. Carajo, nuestro cine no es prioridad para espectador alguno. Nosotros somos los grandes ausentes a la premiación de los Arieles: los mexicanos en las salas.

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