Mi primer empleo en Santa Fe, hace diez años, se desarrollaba tristemente en un edificio al lado del Centro Comercial. Desde el piso 16 se alcanzaba a ver, de un lado, el río de mierda que de alguna manera inspiró mi primera novela y, del otro, el Instituto Westhill a la distancia. Una suerte de Partenón de Monopoly incrustado lejísimos entre la triste verdura propia de la zona. Allende las cejas de la Ciudad de México.

Por motivos laborales, este fin de semana pasé la madrugada del domingo en Santa Fe. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que ahora alrededor de aquel colegio ya hay ciudad. Ciudad viva y coleando. Hay un City Market, un Oxxo, un Starbucks, varias oficinas y departamentos en edificios inteligentes, gimnasios, verticales obras negras, etcétera. Y el Westhill en la esquina, a la mano, más feo de cerca de lo que preví en aquel entonces.

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Uno observa esa vista y se da cuenta de que podría estar en cualquier lugar del mundo. El que sea. Menos en la Ciudad de México. Camino la calle en cuesta porque, cuando pasamos en auto, alcancé a percibir una escultura que me llamó la atención. Una escultura, instagrameable, como se le dice hoy en día a ciertos aspectos de la belleza. Voy con mi amigo Cristóbal en busca de tal efigie. Le comento que uno de mis sueños es que se me pague por hacer un listado literario de cada una de las esculturas y estatuas que hay en la ciudad. El sitio está más cerca de lo previsto.

Se trata de tres rostros humanos fragmentados en secciones simétricas, como el mago que divide un cuerpo en tres pero, en este caso, es toda la faz. El ojo de la primera escultura está en el suelo. Si te colocas justo enfrente de ella pareciera que el edificio detrás y a la distancia complementa el gesto humano. Luce poderosa y encumbrada, rodeada de un espacio abierto de nubes dramáticas. Si te mueves un par de pasos, la escultura juega contigo, deformándose casi imperceptiblemente debido a los surcos. Lindo. Solo hay un problema: está colocada justo encima de donde se ingresa y al estacionamiento de un Soriana. Uno ve aquello y justo debajo, en una señalética dice “Entrada” y luego está la pluma de acceso y luego varios pósters con promociones en carnisalchichonería y aguacates. Esto es horrendo.

Foto: Gabriel Rodríguez Liceaga

La segunda escultura está encima de un espejo de agua seco.

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A la tercera escultura ya no hay acceso, porque de inmediato apareció un señor policía prohibiéndome tomar fotos. No me supo explicar por qué no se le puede tomar una foto a algo que existe precisamente para el disfrute visual.

  • ¿Pero sí me puedo conmover con la pieza o tampoco?

Nos dijo que tampoco y nos pidió que nos retiráramos.

  • ¿O sea, no puedo estar aquí ni nada? ¿Ni siquiera acercarme a la placa para conocer el nombre del artista?

No se puede.

No estoy hablando de un patio particular o una recepción privada de edificio. Las cabezas están en el estacionamiento de un estúpido Soriana. Aterrizaron ahí. Su marco es, literal, una tienda de productos perecederos.

  • ¿Puedo acercarme a las esculturas si muestro mi ticket de compra?

Tampoco. El señorcito cumplía con órdenes, mismas que no ha meditado un segundo. Ninguna persona ajena a Santa Fe puede detenerse a ver, memorizar o fotografiar con su celular las esculturas. Eso no las vuelve feas. Ahí andan, sin cuerpo y segmentadas como por una red de láseres similar a la que ataca a la protagonista de Resident Evil en al menos dos de sus películas. Tres esculturas incluso bellas, ignoradas por los que adquieren grandes cantidades de papel de baño perfumado. Santa Fe ha crecido descomunalmente, a lo pendejo, como si lo formaran varias piezas de rompecabezas que no encajan entre sí, pero de todas maneras forman algo. Como cabezas sin cuerpo, pues.

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