Por motivos de chamba, el viernes fui invitado al evento de una marca de calzado deportivo. Estaría presente Maluma Baby. De alguna manera a los escasos convocados a la reunión se nos exaltaron tácitamente los corazones.

El reguetón se instaló en nuestras vidas con persistencia de gripe y no se ve cuándo vaya a perder el don de la ubicuidad. Yo recuerdo la primera vez que escuché la de la “Gasolina” en una fonda. Estamos hablando del 2005 ¡Esperen! ¿La de la”Gasolina” es un reguetón? No tengo ni idea. Años después, en un rótulo de esos que informan los conciertos barriales por venir, vi un dibujo que me fascinó: prohibido perrear. Dos siluetas en una simulación de coito censuradas por una barra roja adentro de un círculo también rojo. El siguiente salto de tiempo es complejo: “Perrea un libro”, campaña de la UNAM para incentivar a la lectura. Entre la prohibición y el mensaje social, el género se popularizó a tope. Huí durante seis meses de “Despacito”con todas mis fuerzas, hasta que fue también en una fonda donde tuve que ceder. Ojo: no tengo nada contra el reguetón, las letras me parecen mayormente bobas pero qué diablos, soy fan hasta la muerte de “El Sonidito”.No consumo reguetón pero tampoco lo satanizo. Es. Y su poder es inmenso.

La presencia de Maluma en el evento lo volvió muy premium. He estado en ceremonias afines de otras marcas con afamados menos populares y el trago está mal servido o las bocinas joden tus oídos. Acá todo funcionaba como relojito. Tragos sofisticados con alcohol fino, dinámicas incluso interesantes, comida y servilletas con logotipos, souvenirs del evento con cierto grado de utilidad, dioramas para tomarse una selfie bien iluminada. La casa por la ventana. Y por la ventana de esa casa abandonada en General Prim se asomaba Maluma, saludando a sus abonados. Ya baja, era el sentir general.

Mi amigo me preguntó: Bueno. Y a dónde chingados está Maluma. Y yo le respondí: en todos lados. Todos somos Maluma. En ese momento no me di cuenta de lo cierto que era mi afirmación. Fue llegando más y más gente. Éramos unos 200. Todos se comportaban o vestían o hablaban muy parecido a Juan Luis Londoño Arias. Todos bebían igual a Maluma, bailaban y sonreían con ese gesto de “conozco al Canelo y mis lentes valen más que este edificio”. A cada Maluma lo acompañaba una o varias de las chicas de sus videoclips. Yo pensaba en esos versos de Borges que hablan de un dios disperso en todos los rostros humanos: Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo/ tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos.

Llegó un momento en que era insoportable. Eran muchos Malumas, los demasiados Malumas. No me di cuenta cuando el verdadero apareció entre guaruras y ofició un brindis arriba de una tarima. Un brindis más bien frugal y un cacho de canción coreada por su ejército de reguetoneros auspiciados por una marca todopoderosa. Cuando me distraje ya no estaban los guaruras pero en cambio estaba un doble de Maluma, también comportándose como él, en la tarima. Me di cuenta que ese sí era el doppelgänger nominal. ¡Hay gente a la que le pagan para que Maluma deje una suerte de eco en la pachanga! El fantasma de su presencia, a diferencia del verdadero, sí se estaba embriagando públicamente. Aquello parecía gag de Los Simpsons. Estaba el Maluma Hipster, el Maluma chaparro, el Maluma tropical.

Bebí y en los espejos no reconocí rastro alguno de nuestro rey en mí. Era hora de irme a casa. Pedí mi Didi y le conté al taxista el final de los Avengers. Ya la había visto, por suerte.

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