En “Feministlán”, Karen Villeda escribe sobre feminismo. Puedes leer su columna quincenal acá. En esta entrega: trata de personas en México.

Cuando me fui de Tlaxcala, cuatro municipios eran identificados como la zona de trata de personas. Yo tenía dieciocho años recién cumplidos. Después, en 2014, ya eran 35 municipios. El 30 de julio de 2018 “en 46 municipios de esta entidad existen familias completas que se dedican a crear y fortalecer redes de captura, traslado y explotación sexual de menores de edad en el país y en el extranjero”.

Mi estado, el más pequeño de la república, tiene 60 municipios. La primera estrofa del himno estatal es un verso de orgullo que dice: “Fuiste cuna sin par del mestizaje … ¡fuiste tú la raíz de la nación!”. Tlaxcala se conoce también como la cuna de la trata de personas y, Tenancingo, un municipio al sur de la entidad, es pionero en el reclutamiento, la venta y la explotación sexual de mujeres.

De acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (unodc), “las mujeres equivalen a dos tercios de las víctimas de la trata de personas en el mundo”. El Informe mundial sobre la trata de personas 2014 apunta que “[a]unque esta proporción ha disminuido considerablemente en los últimos años, en parte se ha visto compensada por el aumento del número de niñas identificadas como víctimas. Las mujeres representan la gran mayoría de las víctimas detectadas que fueron objeto de trata con fines de explotación sexual”. El informe del año 2016 señala que las mujeres componen el 51% y las niñas el 20% del porcentaje total de las víctimas.

El Estudio sobre la trata de personas publicado en 2010 señala que, en México, solo en 2004, 13 mil niñas mexicanas fueron explotadas sexualmente por connacionales. Un par de años antes, “la trata de personas empezó a ser un tema de atención en México”. La publicación de Los demonios del Edén. El poder que protege a la pornografía infantil, de Lydia Cacho, provocó el estallido mediático del tema de la explotación sexual.

Este libro, de 2005, expone el complejo entramado de corrupción e impunidad de políticos de alto nivel y empresarios poderosos que permite el crimen organizado. La periodista y activista de los derechos humanos fue “detenida sorpresivamente por una brigada de judiciales afuera de las oficinas del Centro Integral de Atención a las Mujeres (ciam) en Cancún, un organismo de defensa de mujeres víctimas de la violencia, del cual era directora”. Fue demandada por calumnia y difamación por parte de Kamel Nacif Borge, “poderoso empresario, apodado el Rey de la Mezclilla, es mencionado en este libro como uno de los amigos que frecuentaban al pederasta Succar Kuri y que éste solía mencionar como uno de sus protectores, que además le hacía pedidos de niñas vírgenes, según se escucha en su propia voz, en una serie de llamadas telefónicas cuya grabación obra en mi poder, además del testimonio de las víctimas que obtuve yo misma y que coincide con el recogido en expedientes de la Procuraduría General de la República”.

En la región latinoamericana, durante la Conquista, se violaba sistemáticamente a las mujeres indígenas, quienes pasaban a formar parte del botín de guerra. Este incipiente comercio sexual provocó la creación de “establecimientos para este tipo de actividades. Con posterioridad, en la Colonia, surgieron las primeras normas que sancionaban dicha actividad con penas que incluso llegaron hasta la muerte”.

En esta época, “el tratamiento hacia Tlaxcala no sería de pueblo conquistado, sino más bien de aliado, que mantendría ciertos privilegios, aunque lo concerniente a la religión y la lealtad a la Corona eran innegociables”. Esa alianza, como lo señala Hernán Cortés, se basó en la enemistad del pueblo tlaxcalteca con los mexicas: los naturales de “una provincia muy grande que se llama Tascalteca […] eran […] enemigos de Mutezuma […] y que tenían siempre con él muy continuas guerras”, duró 300 años.

Antes de la llegada de los españoles, “podemos suponer que la mujer tlaxcalteca ocupaba una situación social semejante a la de su homóloga de la vecina Tenochtitlán”.

Las mujeres de clase baja se encargaban del trabajo doméstico y los menesteres relacionados, como “cultivar las hortalizas […], concurrir al mercado a ofrecer algunos guisos para completar el ingreso familiar […] y, prestar ayuda en las labores” de la comunidad. A la muerte de sus amos, podían ser enterradas vivas al lado de estos “para continuar desempeñando su trabajo en el otro mundo”. Las mujeres de clase alta, a pesar de compartir los privilegios de sus compañeros ubicados en ese contexto social, también corrían este riesgo: los varones nobles “eran enterrados […] acompañados de doncellas de servicio y algunas de sus mujeres”. Ellas no podían ejercer oficio alguno, se encargaban de la crianza de los hijos, supervisaban el trabajo doméstico y los rituales.

Diego Muñoz Camargo en Historia de Tlaxcala apunta que “[h]áse de advertir que en aquella era los chichimecas no tenían más de una mujer. Hoy en día, los indomésticos, que no tienen más de una, tienen en mucho los hijos varones que les nacen y aborrecen a las hijas. Los padres crían a los varones y a las hembras las madres”. Al nacer una niña, le regalaban juguetes relacionados con el hilado y el tejido, además “su ombligo era enterrado cerca del fogón porque la vida de la mujer es criarse en casa y estar y vivir en ella”. Esta socialización diferencial se manifestaba en el aprendizaje y la posterior asignación de roles inferiores a los masculinos. Era común que las hijas de los nobles fueran otorgadas en matrimonio “en premio al valor demostrado en la contienda”. A las futuras esposas “antes de que salieran de casa… les informaban cómo habían de agradar y servir a sus maridos para ser bien casadas y amadas por ellos”.

Además, “las jóvenes debían llegar vírgenes al matrimonio, de lo contrario se arriesgaban a ser despreciadas públicamente. Esta exigencia no existía para los varones, pues ellos desde antes de casarse podían tener relaciones sexuales con prostitutas […] vivir con una mujer sin tener que casarse con ella, o bien después de casados tenían derecho a tener tantas concubinas como quisieran”.

La calle donde vivió Karen, mi tía, lleva el nombre de este historiador que asegura que en la época precolonial “se celebraba con más solemnidad el nacimiento de los hijos”.

En esa calle también viví yo.

Lee otras columnas de Karen Villeda:

Feministlán: Historia mínima del feminazismo (¿?)

Feministlán: #NoMeCuidanMeViolan

Feministlán: #FuimosTodas

Feministlán: Mujeres que aman a mujeres