A mi abuela materna la muerte le llegó más tarde de lo que quería. La noche en que falleció estaba ya muy cansada y dolorida; llevaba al menos un año deseando que ese momento llegara. Después de más de 90 años de vida su cabeza seguía funcionando muy bien, pero no así su cuerpo. Vivió sus últimos meses consciente de que no padecía ninguna enfermedad; simplemente había envejecido a tal grado que los médicos no podían hacer nada y ella tampoco, excepto esperar el final.

Si mi abuela hubiera vivido en Bélgica, Canadá, Colombia, Holanda o Luxemburgo, los cinco países en los que la eutanasia es legal, habría tenido la opción de pedirle a un médico que le suministrara algún fármaco vía intravenosa que la ayudara a fallecer. En Suiza o en ciertas entidades de Estados Unidos, como California, Hawái, Nueva Jersey y Washington, donde está permitido el suicidio asistido, podría haber solicitado indicaciones sobre qué medicamento ingerir vía oral con el mismo fin.

La principal diferencia entre la eutanasia y el suicidio asistido es quién realiza el acto final, pero en ambos casos de lo que se trata es de brindarles la posibilidad de tener una muerte digna a personas con un sufrimiento insoportable o sin perspectivas de mejora. Sin embargo, ninguna de esas dos prácticas está permitida en México y la discusión al respecto es casi nula; el tema resulta demasiado complicado en una nación tan religiosa (sólo el 5 por ciento de la población se declara atea, según datos del Inegi), pues se contrapone con argumentos divinos.

En nuestro país, quien auxilie a alguien para que se suicide puede recibir una condena de 4 a 12 años en prisión, de acuerdo con el artículo 312 del Código Penal Federal. Lo que sí está permitido, al menos en la Ciudad de México y otros 11 estados de la República, es decidir ser sometido o no a tratamientos o procedimientos médicos que pretendan prolongar la vida cuando se está en etapa terminal. Gracias a la Ley de Voluntad Anticipada que el gobierno tiene intención de promover en toda la República, lo único que se necesita es un documento tramitado ante notario público en el que se manifieste tal decisión y es aplicable en todas las instituciones de salud públicas o privadas.

Pero eso no es eutanasia ni suicidio asistido. Es el primer paso hacia una muerte digna y bien podría servir como punto de partida para reflexionar sobre qué tan válido es prolongar la vida de un paciente a costa de lo que sea, hasta dónde la empatía y el compromiso de los médicos con el bienestar del enfermo debe llevarlos a ser facilitadores de su muerte, qué diferencia hay entre ayudar a alguien a morir y dejarlo morir, cuánto aguante hay que pedirle a una persona cuyos padecimientos hacen que su existencia sea miserable.

Son tantas las cuestiones éticas a considerar, que incluso donde es legal tanto la eutanasia como el suicidio asistido antes de ayudar a alguien a morir, se analizan una serie de circunstancias que justifiquen el acto: quién solicita la ayuda y por qué motivos, la falta de fármacos o procedimientos médicos que puedan mejorar su situación, que la solicitud sea resultado de una decisión meditada a profundidad, sin presiones y en completo uso de sus facultades mentales… Porque, aunque no nos guste hablar al respecto, hay casos en que morir es una opción válida y necesaria.

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