Por instinto sospecho cuando el bartender lo señala y me dice que pagó mi chela. Está junto a mí en la barra de Taberna Calacas con una sonrisa encantadora. “Escuché que pediste una stout y dije ‘ella no es como las otras que solo beben claras y en michelada’”. ¿Como las otras? ¿Somos mujeres lagers, ales, lámbicas, weizen, gomichelas…? Como en chick flick malérrima, el bato piensa que un buen elogio es burlarse de otras mujeres (inserte gif de eye roll, de preferencia con Liz Lemon).

Es medianoche, le agradezco y giro mi banquito en forma de corcholata. Él grita: “¡Le pago la chela y se pone mamona!”. Amigo, que me pagues un trago no me compromete a hablar contigo, date cuenta.

En uno de mis bares favoritos otra sonrisa encantadora me pregunta si puede sentarse junto a mí. “No quiero molestarte —dice—, es que ya no hay lugar”. Son las once de la noche y Fifty Mils está abarrotado de conversaciones rápidas y risas sueltas. Platicamos, primero porque las personas estamos diseñadas para llenar los silencios. Después porque la pasamos bien, yo con mi trago extravagante de mezcal con aguacate y hormiga chicatana, él con una copa de tinto. Hay mucho guiño, roce de manos, inclinación del uno hacia el otro. Todo es risas, coqueteo y diversión hasta que le digo que no a su: “¿Vamos a otro lado?”. Piensa que es broma, deja pasar 10 minutos y vuelve a preguntar. Demanda saber la razón y pienso qué decirle pero recuerdo que no le debo explicación. Insiste: “Te acompaño a tu casa, es peligroso que te vayas sola a esta hora”. Híjole.

Toda mujer que haya sido acosada por la noche en las calles de esta ciudad me entiende. No juegues con eso, cabrón, siete mexicanas son asesinadas cada día en este país. Esa estadística hace que vivamos inseguras intentando no ser una más en esta asquerosa ola feminicida y nos obliga (fíjate bien en la palabra obliga) a reconocer que tienes razón: es peligroso caminar sola en la noche. Por fa, no lo uses como truco para convencerme. A estas alturas es más peligroso irme contigo que salir sola y borracha del bar.

Cuando le conté esto a un amigo me dijo que ellos no saben cómo ligar en un bar en esta etapa feminista (etapa, como si fuera una fase que se nos pasará como se nos pasó la adolescencia). Pensé: ¿por qué los machos progres creen que las feministas no queremos ligar en los bares?

Recordé la vez en Pata Negra cuando uno me dijo que era casado después de varios besos, aquella otra vez cuando con el que estaba saliendo me dijo que “no era justo” que no quisiera ir a su casa después de que hicimos lo que yo quería (bailar en Babalú), y también cuando otro me jaloneó de los hombros para que me acercara a él en Bar Oriente. Hay algo que a ellos les falta entender: la diferencia entre ligar y acosar.

Seguro era más fácil ligar —para ellos— cuando las opciones que teníamos era casarnos con quien fuera o ser una carga para nuestros padres y un hazmerreír. Ellos solo tenían que ser hombres e invitar tragos o lucirse con frases de “caballerosidad”. Pero ahora tenemos más opciones.

Ahora ellos necesitan ser una persona con la que queramos estar. Coquetear y tratarnos con mínimo respeto ya no es suficiente; es como si el bar quisiera atraer clientes diciendo: “nuestros tragos no están envenenados”. Ah, OK.

Todos estos batos no saben esto. De ellos están llenos los bares chilangos (excepto, quizá, La Puri, donde una puede bailar y besuquearse con quien quiera —buga o who cares— hasta las tres de la mañana sin que nadie la fuerce).

También para nosotras ligar en un bar es una experiencia completamente distinta. Qué bueno. Significa que ya podemos distinguir esa diferencia entre ligue y acoso, aún con unos tragos exóticos encima.

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