Me hubiera gustado ser rumbera. O ya de perdida bailarina de alguna sonora. Míralas, qué bien se la pasan esas chavas. Ay, pero qué bonito y sabroso bailan el mambo las mexicanas. Tenías razón, Benny Moré: mueven la cintura y los hombros igualito que las cubanas. Bueno, algunas .

Allá va otro sueño no cumplido. No bailo mambo ni danzón ni son ni chachachá y por eso estoy mimetizada con la banca del rincón, con mi paloma de 1800 reposado en el salón de baile con mayor abolengo, fama y tradición en la Ciudad de México. O sea, sí tengo ganas de bailar pero esa señora del vestido verde de lentejuela, tacón rojo y peinado alto me intimida. Ella trae pestaña postiza, postura recta y 30 años más de experiencia que yo en esto de partir plaza, raspar la suela, sacarle brillo a la pista. Yo con mi look de working class heroine nomás voy a hacer el ridículo.

Lo bueno del Salón Los Ángeles es que siempre hay quien te saque a bailar. La mayoría sabe lo que hace, aunque no falla el que nomás quiere recordarte que es hombre en los danzones más lentitos. (Lo bueno es que esos mamarrachos son fáciles de espantar: “Hazte pa’llá, hay que dejar un espacio para Jesús”, le dije a uno. “¿Jesús?”, dijo. “Sí, Jesucristo que nos cuida el baile”. No se me volvió a acercar).

Tampoco falta el gringou con sus amigos chilangous que se pasean por la pista con cuba en mano, medio platicando, medio queriendo bailar, ligar y ser vistos. Son los primeros que saltan cuando hay que cantar: “El Santo, el Cavernario, Bluedemon y el Bulldog…”, como si fuera boda. Bye, amigos, váyanse al Pasagüero.

No, no: los buenos son los hombres ataviados en trajes de colores llamativos, pantalón español con pliegues y pinzas, sacos de hombreras voladas, zapatos bicolor de tacón cubano, sombrero de ala ancha con pluma de faisán, tirantes, cadenas, flor en la solapa y una sonrisa en el rostro. No solo su vestimenta los delata, también su particular forma de bailar: se mueven despacio y con honra mientras juegan con los tirantes, el sombrero y el saco. ¡Ah! Es todo lo que esperaba esta noche: bailar con un pachuco de verdad que me deje con dolor de piernas y el cabello empapado de sudor.

Ahora entiendo por qué este mundo nocturno se niega a morir desde la época de El Bárbaro del Ritmo: como si fueran clan Buendía, tres generaciones colmilludas de Miguel Nieto (Alcántara, Hernán- dez y Applebaum) han construido un palacio donde bailando se entiende la gente –y echando la copita, claro.