Mi vida en la Ciudad de México ha sido un largo proceso de desapego. Desde que tengo memoria me ha permitido estar cerca de personas que me han ayudado a deshacerme de lo material. A veces siento como si viviera en el Tíbet latinoamericano.

La primera lección que recuerdo en términos de desapego involuntario fue por 1978. Venía con mi mamá de la escuela cuando un tipo pasó corriendo y le arrebató su bolsa. Ella intentó asustarlo gritando el nombre de mi papá, pidiéndole que lo atrapara. Como no vi a mi papá, pensé que mi mamá se refería a mí, por lo que sin dudarlo me solté de su mano y corrí hacia el delincuente quien, al darse cuenta que lo perseguía, se dio la vuelta y se fue sobre mí, lo que me hizo volver disparado a las faldas de mi madre, cuyos gritos ya habían atraído un pequeño público. Casi cuarenta años después, no olvido el rostro de aquel ladronzuelo solitario, de esos que con los años fueron devorados por el crimen organizado.

Mi siguiente lección de desapego fue por ahí de 1984, bajándome del camión de la secu en la Jardín Balbuena. Unos chavos en bicis con su suetercitos verdes y una navaja nos quitaron a un amigo y a mí las chamarras que nuestras mamás nos compraron en Suburbia. Meses después, justo cuando le había comprado a plazos un reloj calculadora a un cuate del salón, fui por unos libros a la librería Porrúa de la Alameda. Ya con mis libros bajo el brazo me puse a mirar las esculturas del Palacio de Bellas Artes, cuando dos tipos me abordaron para preguntarme no sé qué. De pronto ya me tenían sentadito en una jardinera. Uno me hablaba bonito y el otro me picaba debajo de las costillas con una navaja. Se llevaron todo, incluido el reloj que estaba pagando, pero a los diez minutos regresó el ladrón bueno con mis libros de la colección “Sepan cuántos” y me dijo: «Ten tus libros, estos pendejos ni saben leer».

Ya en la universidad, un día fui a Coyoacán a presumir el sonido de mi primer audioestéreo; me lo robaron de un cristalazo para enseñarme a no andar presumiendo mis posesiones. Años después, me despojarían de mi automóvil (frente al Wal-Mart de Fray Servando) y, finalmente, hace menos de un lustro llegué a lo que podríamos considerar el doctorado del desapego cuando unos tipos se metieron a robar a mi departamento en la Campestre Churubusco y se llevaron todo (que no era mucho, pero era mío…o por lo menos eso pensaba).

Aquella vez experimenté una cierta angustia existencial, sobre todo cuando los peritos que llegaron a tomar pruebas me preguntaron si era yo el de la radio. Cuando asentí, me dijeron: «¡Ayúdenos, no tenemos material para trabajar, se están robando todo para las elecciones, dígalo en la radio!».

El aprendizaje no ha sido poco. El desapego obligatorio al que somos sometidos los chilangos me ha convertido en una persona humilde y mesurada. Nada de andar por ahí tirando rostro con relojes y automóviles, hay que ir ligeros de equipaje. Todo es pasajero, nada nos pertenece, todo es del que te lo roba.

Eso me ha enseñado esta ciudad que de alguna manera podríamos llamar “budista”, porque nos obliga a desprendernos, a despegarnos, a entender que así como llegamos a este mundo, así nos vamos a ir: despojados, saqueados, basculeados, con esa sensación de que todo el tiempo nos están quitando algo valioso y -¡peor aún!- con la súbita y subrepticia certeza de que podemos sobrevivir sin ello.

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Fernando Rivera Calderón
Columnista en Chilango. Primate urbano. Juglar apocalíptico. Catódico, apoteósico y romántico. Amante del humo y las cosas simples que prefiere hacer el humor y no la guerra.