No éramos navegantes a punto de abordar un trasatlántico o un vapor. Pero las clases concluían y luego del mediodía, cuando la resolana se expandía sobre los edificios de la Facultad de Ciencias Políticas y nos ponía somnolientos, alguien soltaba la frase despacio, como si desde un ocioso sueño asomara lúcida: «Vamos a las islas».

Colocábamos en la espalda las mochilas, único equipaje hacia las islas de Ciudad Universitaria en un viaje sin océanos. La ruta era un camino breve entre piedra volcánica (Circuito Mario de la Cueva e Insurgentes) hasta el puerto colorido: Rectoría.

Bajábamos las escaleras, el muelle frente al que se abrían las islas. Un explorador novato diría ante esa geografía: «Veo un tablero amplio de cuadriláteros de césped».

Para los experimentados, sin embargo, eso era una blasfemia. Aunque constituían un archipiélago escrupuloso, geométrico, trazado por una mente pragmática, las islas eran mucho más. Todo, o casi, podía hacerse en ese parque: protagonizar partidos de fut; ansiosos combates a besos con tu novia/novio; una siesta para descansar a las neuronas que en clase habíamos sobreexplotado (éramos marxistas y la explotación era injusta), la lectura de alguna Biblia social tipo El discurso filosófico de la modernidad, de la que seguro no entendíamos tres letras aunque, asumíamos, nos equipaba para la vida.

La acción más extrema se producía al forjar un porrito. Un par de jalones y una frase poética elevada por los vientos de la cannabis. Y ya: hasta ahí la máxima desmesura en nuestras islas soberanas. Han pasado 20 años de aquel imperio de paz.

SI LOS HOMBRES FEMINISTAS NO SURGEN COMO UN PODEROSO FENÓMENO, LOS FEMINICIDIOS PROSEGUIRÁN: SON HOMBRES QUIENES MATAN MUJERES.

Cuando el 3 de mayo leí que el cadáver atado de una mujer fue descubierto junto al Instituto de Ingeniería, busqué en Google Maps la coordenada del hallazgo. Lo primero que vi, enormes y verdes en el mapa digital, eran las islas. Lesvy Osorio, la joven asesinada de 22 años, apareció justo en ese lugar: en el perímetro donde miles de mexicanos hemos pasado la juventud con alegrías simples, como la vida debía ser.

Hoy, el feminicidio impone su oscuridad incluso ahí. Después, la tragedia dos: la Procuraduría General de Justicia (PGJ), institución que desprecia su J de Justicia, tuitea que Lesvy era adicta y había dejado de estudiar. Es decir: mujer de la mala vida que incitas a que te asesinen. Y llegó la tragedia tres: la UNAM se resiste a llamar feminicidio a lo ocurrido, como si dar nombre a ese crimen masivo hacia la mujer por ser mujer –crimen que las autoridades no saben/quieren enfrentar– le hiciera quedar mal a la universidad ante Mancera, cuya administración ya había dicho: Lesvy, chica mala.

Pero había una cuarta tragedia: en la marcha contra el feminicidio en CU hubo muchas mujeres pero muchos menos hombres. El nuevo feminismo es todavía, en esencia, una lucha de género, no de géneros. Pocos hombres se ven en las marchas de ellas, se unen a sus gritos y a su marea en redes, calles, aulas. Una imagen gira en Internet. Superman pregunta a Luisa Lane: «¿Cuál es mi rol como hombre en el feminismo?». Y ella responde: «Escuchar las preocupaciones de las mujeres, desafiar tu privilegio masculino y hacer responsables a los otros hombres».

Si los hombres feministas no surgen como un poderoso fenómeno, los feminicidios proseguirán: son hombres quienes matan mujeres.

Un cartel en la marcha contra el feminicidio de Lesvy decía: «Si yo no ardo, si tú no ardes, si nosotros no ardemos, ¿quién iluminará esta oscuridad?».

Y aquí, para iluminar y que las islas de la paz se extiendan en todo México, hacen falta dos.