Mucho antes de que El Marrakech o La Purísima (“El Marra” y “La Puri” para los cuates) le dieran un segundo aire a la calle de República de Cuba, otros dos lugares se establecieron en ese mismo corredor, resistiendo “la prueba del añejo”: El Oasis y El Viena.

Este par de lugares son casi hermanos siameses, no sólo por su proximidad (un local se encuentra muy cerquita del otro), sino también por el tipo de clientela que los frecuenta: personas de “de ambiente” (eufemismo de antaño para la comunidad gay) en su mayoría de los treinta para arriba.

Pero hablemos de las peculiaridades de cada uno, porque aunque se parecen, no son lo mismo. Si bien ambos son lugares que podrían considerarse arrabal —pero arrabal de a de veras, no ésos que se quieren parecer—, El Oasis tiene un mood un tanto más tropical que se aprecia incluso en la decoración: sus paredes azules y sus destellos neón transportan al respetable parroquiano al mood de las películas de ficheras de los años ochenta. Palmeras por aquí, un Palacio de Bellas Artes pintado en las paredes por allá, este lugar es un refugio para los otros gays, los que no son jovencitos, los que no son adinerados ni pretenden serlo, los que disfrutan más de un show travesti de Marisela que del perreo que hoy por hoy es el rey casi supremo en los otros congales.

En El Oasis se valen las patas de gallo, las panzas, los dientes que no fueron domesticados por la ortodoncia y las prendas que no son de marca. Tal vez, cashi shin querer, como diría Ximena Sariñana, su nombre fue profético y se convirtió en un verdadero oasis donde la disidencia se vive no sólo en la orientación sexual, sino en el sombrero vaquero, en el gusto por la música guapachosa y en el amaneramiento que no está peleado con un tupido bigote.

Por su parte, El Viena es un tanto más ecléctico. Tal vez obedezca a que, si bien hace algunos ayeres su clientela era muy parecida a la del Oasis, hace pocos años, bajo la premisa de renovarse o morir, sobrevino una remodelación que hizo que el público se hiciera más variadito. Algunos lo criticaron diciendo que había quedado como un Vips y emigraron a otros lares; otros celebraron que se le diera una manita de gato. Ya ven, para gustos, colores, y el color amarillo crema del nuevo Viena pronto atrajo a una fauna más bien variopinta.

Esta nueva diversidad se aprecia hasta en la música: el DJ Pátula Mix pone música para bailar toda la noche, desde algunas joterías de pop retro noventero, hasta alguna banda para bailar de cartoncito de chelas. Sin embargo, el plato fuerte, y por lo que mucha gente viene, es que aquí se puede bailar cumbia y salsa hasta decir basta.

“Lo que más me gusta es el ambiente que se genera y que los meseros te hacen sentir parte de la familia. Es el único lugar donde un hombre puede bailar música tropical con otro hombre y es realmente mucho más diverso que otros lugares que se dicen ‘alternativos’”, me dice Mariano, quien cada fin de semana acude religiosamente a este congal a soltar el cuerpo.

Gente como él, que no es de la clientela pura y dura que viene desde hace unos 20 años, llegó por efecto rebote a estos lugares: “cuando los baños de El Marra o La Puri estaban hasta la madre, no quedaba de otra que ir a otro lugar, alguno cercano, y fue así como conocí El Viena y El Oasis”. Y como él, varios. Así se renovó el respetable público, mezclándose las edades, los gustos musicales, y estos templos tropicosos agarraron su segundo aire.

Artistas de moda, devaluaciones, terremotos, sexenios fallidos y los pioneros de la calle de Cuba siguen en pie. En sus muros están encerrados los ecos de las risas honestas, de las guarachas sabrosonas y de los ligues de ocasión. Larga vida a estos hermanos siameses unidos por el cordón umbilical de la sabrosura; larga vida al Viena y al Oasis, los dos bastiones inamovibles del arrabal arcoíris en el Centro Histórico.

República de Cuba 2

casi esquina con Eje Central Lázaro Cárdenas