En “La última y nos vamos”, Margot Castañeda escribe sobre la noche chilanga, que siempre es joven, peligrosa, a veces divertida y otras veces oscura. Puedes leer su columna quincenal acá. En esta entrega: ser mujer y salir de noche en CDMX significa enfrentar el miedo a la violencia.

Una vez me puse borracha, sola y sin querer, en un bar de la Juárez. Estaba dolida y cansada, pedí una copa de rosado y luego otra y otra y otra hasta que ay, joven, mejor ya solo traígame agüita. Cuando pedí la cuenta, el mesero me preguntó que si traía coche o si me pedía un taxi. No y no, le dije, muchas gracias. Aún podía andar derechito, aunque mi cerebro ya estaba en modo ahorro de energía, así que caminé hasta mi casa. Bajo el frío otoñal, en la madrugada, sola, borracha y vulnerable en una ciudad insegura de un país feminicida, caminé treinta minutos hasta mi casa. Lo hice mal, pero sigo viva.

¡Qué valiente!, me dijo una amiga cuando le conté. ¿Valiente? Nel, le dije, fui afortunada: ¡llegué sana y salva a mi hogar después de atravesar la boca del lobo! No es exageración. Según Amnistía Internacional, diez mujeres son asesinadas cada día en México (lo que nos convierte en el país con más feminicidios en América Latina) y yo –como cualquier otra mujer–, pude ser una de esa cifra aquel día. O cualquier otro, porque la violencia de género es sistémica y se presenta en cualquier momento y sin importar la condición de las víctimas. Auch. Duele.

Salgo sola a bares con frecuencia. Ya no me da pena, ya no siento que me ven como la Bridget Jones región 4 con fondo musical de “All By Myself” (y si sí pues qué se le va a hacer); pero sí sigo enfrentando mi miedo a la violencia.

Que me desaparecieran esa noche es quizá lo peor que me pudo haber pasado y también lo menos probable; pero que no me haya tocado ningún acoso fue casi una maravilla. Hace poco un bato que se me acercó para preguntarme una dirección me metió la mano debajo de la falda; otro se masturbó junto a mí en la barra de un bar; otro se encabronó porque le grité que se fuera a la mierda cuando me dijo guarradas y caminó pegadito a mí hasta que me metí a un Sanborns. Como estos ejemplos tengo muchos, míos y de mujeres cercanas y desconocidas. Lo peor es que no necesitamos andar solas y en la noche para exponernos a estas agresiones; igual suceden cuando vamos en grupo a barea la escuela, el trabajo, al parque. 

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No, perdón, lo peor peor es que no nos ha faltado el tííípico machito alfa “aliado y protector” que nos dice que para qué nos arriesgamos si ya sabemos cómo está la cosa, que no andemos jugando a ser valientes. ¡Y dale! Que no queremos ser valientes, ¡queremos ser libres! (No lo digo yo, es ya un canto feminista en esta ciudad). Por eso no dejaré de salir a disfrutar la vida nocturna de mi ciudad. Prefiero aprender a defenderme que vivir sometida ante el miedo. 

Por supuesto que hay medidas precautorias indispensables para fiestar –solas o en grupo– que todas nos sabemos de memoria: prohibido emborracharse a menos de que se esté con alguien sobrix y de confianza; prohibido irse a la casa de un desconocido y, si es conocido, avisar y mandar ubicación; compartirnos nuestros viajes de Uber y Cabify; y, si es posible, hablar por teléfono durante el viaje y decir fuerte y claro: “Te comparto mi viaje, vengo en un “modelo de coche” con placas tales” para que el chofer sepa que no estamos solas ni pedas ni pendejas. No vaya a ser que nos pase como a Monserrat Serralde que tuvo que saltar de un taxi en movimiento para evitar ser secuestrada; o como Brenda de la Mora a la que llevaron a Ecatepec en vez de a Polanco y escapó por puro instinto de supervivencia. Otra vez: ejemplos sobran. 

Claro que es agotador estar tan alerta todo el tiempo. Claro que da tristeza no disfrutar la noche sin preocuparme por mi integridad y la de mis amigas, pero no le voy a dar gusto al machismo que nos quiere mantener quietas y calladas, y que, además, nos echa la culpa cada que nos pasa algo. No, señores.

Hay muchas maneras de luchar porque se prevenga, se atienda, se sancione y se erradique la violencia de género que vulnera nuestros derechos humanos y, en muchos casos, atenta contra nuestra vida; una de ellas es aferrarnos a nuestro legítimo derecho de disfrutarnos en plenitud, donde y cuando queramos, echando la cubita, bailando, ligando o simplemente tirando el estrés en el bullicio de un bar en nuestro propio barrio para luego irnos, libres y sin miedo, a nuestra casita.

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