En “La última y nos vamos”, Margot Castañeda escribe sobre la noche chilanga, que siempre es joven, peligrosa, a veces divertida y otras veces oscura. Puedes leer su columna quincenal acá. En esta entrega: el mejor legado de José José es haber aprendido a saborear el dolor.

Qué buen gusto tuvo José José de morirse en sábado. Nos facilitó la dolorosa tarea de rendirle homenaje como merecía: con cubitas cargadas, karaoke escandaloso, noche larga y viejas heridas de amor. La tranquilidad de que el domingo, el día oficial de la cruda, estaría a nuestra disposición para recuperarnos del dolor y de la borrachera, nos permitió empezar con el pisteo y el tristeo desde la hora de la comida de ese sábado 28 de septiembre.

Gracias, príncipe. En sábado se sienten mejor los duelos con tragos y canto. Se suelta una más, se deja ir sin el pediente del tiempo o los compromisos que nos requieren sobriedad. Y lo hicimos bien: tristeamos chingón, bebimos bastantito, cantamos con haaarto sentimiento y nos pusimos en ese particular ánimo que nos permite llorar y reír, sufrir y gozar al mismo tiempo. Qué curioso, es justo lo que le aprendimos al triste: a saborear el dolor.

Algunos nos lanzamos esa misma tarde al Parque de la China con flores, fotos y velas para adornar la estatua de bronce que, desde hace décadas, vive en la colonia Clavería –donde nuestro Pepe Pepe dio sus primeros pasos–. Ahí entramos a la primera etapa del duelo y nos negamos a un mundo sin él. Cantamos: “Si me dejas ahora no seré capaz de sobrevivir” ahí, bajo la lluvia y sobre nuestros pies cansados. Al poco rato llegaron los imitadores, se armó el coro de: “El amor acaba, porque somos como ríos: cada instante nueva el agua” y empezó a correr el Bacardí en botellas de cocacola.

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Otros más nos quedamos en la casa y sacamos las bachitas de las botellas que se van quedando de las pedas. “Tráete los hielos, ¿no? Acá tengo alcohol y Peñafiel”. Llegamos a la etapa del enojo, berreamos que lo que un día fue, no será, y mandamos a volar a otro cielo a los que nos ponen borrachas de angusita. Al príncipe también lo mandamos a que fuera a ver cómo es el amor, si sí vuelve a quien lo toma, que si gavilán o si paloma.

Así nos la llevamos: entre aplausos para el amor, presos de los besos y almohadas vacías nos sumergimos en el bello arte de tristear. Las cubas nos acompañaron; no porque a José José le gustaran más de lo que le convino (o tal vez un poco sí), sino porque la copita casi siempre aligera la carga del corazón roto, pesado como plomo y frágil como jarrito de barro. Pero las cubitas no rinden su efecto si no hay música que las diluya en las cinco o seis horas que dura la fiesta.

Por un lado, el cuerpo, al aflojarse entre trago y trago, necesita agarrarse a un ritmo. Por otro, porque es más fácil perdernos en las redes de un poema que escribió –y cantó– alguien más, que crear el nuestro. José José nos legó los poemas que repetimos cada que caemos al amor, al desamor y a la pérdida. Nos convenció de que estar triste también se goza. Legalizó el tristear. Ese es su legado. Pido un aplauso. Y una cuba.

Cuando cayó el domingo y con él la pesadez del desvelo, el homenaje improvisado y catártico que acabábamos de celebrar se hizo oficial: la Secretaría de Cultura de la ciudad armó la pachanga en la delegación Azcapotzalco y el karaoke masivo en el kiosko de la Alameda Central. Algunos fuimos, ya un poco menos dolidos, y cantamos otra vez pero ahora queriendo negociar: “Espera un poquito, un poquito más, no condenemos al naufragio lo perdido”. Y ya cuando por fin nuestro héroe de la canción llegó al Palacio de Bellas Artes, después del drama Televisa style del muertito perdido, la aceptación llegó a nuestros corazones: “Mil gracias por tanto y tanto amor”.

Si algo sabemos hacer bien los mexicanos es ponerle sabor al duelo. La partida del príncipe es solo una muestra de que la muerte –literal y metafóricamente– nos duele, pero también nos da un pretexto para pachanguear. No es porque seamos insensibles sino, quizá, extrasensibles. José José lo inmortalizó para nosotros: el dolor se saborea; por lo menos hasta que la nave del olvido parta.

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