Guadalupe-Reyes, mi amor. El maratón alcohólico más largo del año es hermoso, no por ser una borrachera constante sino por lo que somos durante ella. El ritual festivo llega puntual y nos coloca en un estado de libertad que pocas veces logramos durante los 11 meses precedentes. Este estado, en el que habitaremos hasta que se acabe el año, está lleno de últimos —la última reunión, el último trago, abrazo, baile, brindis, beso…—, lo que nos lleva a decir: “A la chingada, yo no sé mañana”.

Entonces vivimos el ahorita y dejamos que el yo de enero se ocupe de la cruda, la deuda, la falta de sueño, la salud medio atropellada, los kilos de más y cualquier otra consecuencia que nos deje el fiesteo. Qué hermosa sensación. ¡Que viva el valemadrismo! —al menos hasta que llegue el estado de cuenta o las multas de tránsito o el dos de enero y su junta de las 10:30—. Pero también esa soberana disposición a celebrar que nos invade es preciosa. ¿Una comidita, unos vinitos, un bailongo? Sí, cómo no.

Paréntesis. Aquí algunos estarán en desacuerdo conmigo. “No hay nada peor que las reuniones con gente que ni te cae bien —dirán—. Ay, y las tías que se la pasan preguntando por la boda, los hijos y el porqué de los tatuajes? Uf, lo peor”. Para ustedes tengo algo: tan fácil que es decir NO. Sean selectivos con las posapedas a las que asistan. Si no les late, ¡no vayan! Sigan el consejo de Violet Crawley, condesa viuda de Graham: “If it is an obstacle to your happiness, dear, it must be removed”. Cierre de paréntesis.

Decía que qué bonito se siente darte cuenta, entre una carcajada y otra, que ya “estás poquito peda pero la estás pasando cabrón y ni sabes qué hora es pero debe ser tarde porque ya te está dando hambre otra vez”. Y es que la maravilla de las pedas del Lupe-Reyes es que no son homogéneas: no avanzan en una línea recta sino que fluyen en una serie de curvas. Es un movimiento cadencioso entre la borrachera y la cruda, dos mundos separados por una frágil frontera, dos mundos que cruzamos casi sin darnos cuenta una y otra vez, en una dirección y en la otra.

Entre la primera copa prudente y el último trago de la copa de alguien más antes de subirte al Uber que lleva diez minutos afuera, hay una larga historia. Hay comida con las primeras chelas, quizá pulpos a la gallega, tacos de chamorro o tortas de pierna. Después subes a un pico de risas y luego trepas a la cumbre de ese estado de libertad y desinhibición absoluta. Pero bajas, eventualmente, a una punzada de nostalgia porque alguien dijo: “Bueno, ya, la última y nos vamos”. Y luego, un momento de silencio. Un momento inestable, tal vez cuando vas al baño y piensas: “Estoy peda”. Entonces sonríes y regresas con una sugerencia: “Vamos por tacos”.

Para entonces la cabeza ya empezó a doler, los recuerdos a borrarse y las palabras a arrastrarse. Lo único que alcanzas a tener claro en esa neblina alcohólica es que necesitas comer. En Estados Unidos la costumbre es pedir una pizza; en México, tres de pastor con todo. Comes, te relajas y si la juventud te alcanza, pides otra chela.

La última borrachera del año merece ser así: larga, inestable, un revoltijo de peda y cruda. Por eso, el mejor lugar para este magnánimo evento es una cantina. Las cantinas significan ambas cosas, saben que la comida y el alcohol suelen ser inseparables.

El plan es este: come bien, come abundante y sin prisa. Pide la birria, los callos a la madrileña, el platón de paella. Bebe lento, bebe bien, no pienses en la cuenta. Ríe. Canta. Baila. Luego pide otra botana, papas bravas, un quesito fundido, una tostada. Estás lista para otra ronda. Cuando llegue el momento de silencio, el momento inestable cuando vas al baño y piensas: “Estoy peda”. Sonríe, pide un Uber, da los últimos abrazos y ve por tacos o, de perdida, un jocho de carrito o del Oxxo más cercano.

No sabes mañana, pero hoy… ¿ya viste qué bonita está la noche?

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