De los recuerdos que comparto con mis educadísimos lectores, muchos de ellos sucedieron en el pueblo de San Jerónimo Lídice, en la Magdalena Contreras. Ahí aprendí a jugar futbol y a comer, mis dos grandes obsesiones. Lo hice junto a gente que sabía de ambos temas. Me hice bueno. Si digo que se trataba de un pueblo es porque lo era y lo es. Ahí siguen el herrero que es un huevonazo, Ale la de las copias, Juanita la de las quesadillas fritas y algo queda de lo que era uno de mis rincones favoritos: la Panificadora San Jerónimo.
Parecía interminable. Y es que solía ocupar toda una esquina. Estantes y repisas con todo tipo de panes dulces y racks con charolas de bolillos recién salidos del horno. Costaban 50 centavos el bolillo y la telera. El olor del lugar era inconfundible. Sí a pan, pero también a aluminio, a manteca vegetal, a Radio Felicidad. En las noches, a un costado de la puerta, se ponía el de los tamales y abonaba con humo de brasa el aroma de ese ayer. Como quedaba camino a casa, sobre la avenida, era muy común bajarnos por pan o por tamales. A veces era mi papá quien llegaba del trabajo con una bolsa de papel cartón llena de pan y el sello de la San Jerónimo. Cenábamos en la cocina.
Mi hermano era hombre de mantecadas, a mi mamá le gustaba todo lo hojaldrado, yo siempre he sido fan de la dona de chocolate chafa, del que se te pega en el paladar, precisamente de panadería de pueblo. Mi papá cenaba conchas con frijoles, la más feroz de sus tentaciones. Rebanada a la mitad, con una buena dosis de frijoles negros refritos de los que no faltaban en casa (estrictamente prohibidos los de lata). Eso y un vaso de leche con chocolate.
Cuando no eran conchas, eran orejas. Pero también con frijoles. El hojaldre barnizado de azúcar en contraste con una embarrada de frijoles recién machacados es de esos pecados que hay que estar bien convencidos de cometer. Y mi favorita de todas, también diseñada por mi padre, la torta de tamal dulce —del rosita, con sus pasas bien incrustadas— con las dos partes del pan untadas de frijoles. Con bolillo de crujiente corteza y nubes de suave migajón, y un tamalito cuya hoja de maíz llegaba todavía sudando agüita dentro de la bolsa. Sé que parece una aberración, pero los invito a probar esa torta con la convicción de que les va a gustar. No se admiten débiles.
Aunque así pareciera, estas líneas no están dedicadas al pan, ni a San Jerónimo, sino a mi jefe. Mi mamá dice que mi papá no sabe comer. Dice que solo le interesan los tacos y las milanesas con puré. Pero, en lo que a mí respecta, mi jefe me enseñó a comer pan dulce con frijoles. Y eso es un legado para siempre.