Texto de Sebastian Kohan Esquenazi
Uno de los cortocircuitos culturales más repetidos es el saludo. Cualquier turista o migrante se enfrenta siempre a la misma situación: cuando un nativo se acerca y el saludo es inminente, la pregunta es, ¿cómo lo saludo? En México las mujeres se dan un beso del lado derecho y punto. Entre hombres el abanico de posibilidades se amplía y uno nunca sabe qué saludo está planeando el otro.
El más tradicional, más que saludo es un ritual de iniciación. Primero nos damos la mano, pero no la mano normal si no de verdad, generando un choque que debe sonar fuerte. Si suena, el saludo tiene un 75% de probabilidades de éxito. Si no suena no importa, pero ya nada será igual. Es indispensable que las palmas adquieran forma cóncava para generar un hueco que amplifique el sonido. En ese ínfimo momento se juega el nivel de mexicanidad y la calidad de la amistad futura. Las estadísticas dicen que los hombres que no saben ahuecar la mano, mueren solos.
Después viene un abrazo que sería normal si no se diera por la izquierda. Dicho abrazo puede iniciar con un apretón de cuerpos, sentido y sincero (o no), pero debe terminar con palmada. Y aunque usted no lo crea, una vez terminado el abrazo, los participantes se vuelven a dar la mano (sin sonido), como para confirmar ante notario que el saludo fue realizado. Después de un saludo así, dos personas que apenas se conocían, ya son parte de la familia y se pueden preguntar por las respectivas madres.

Hay una variante resumida de saludo, tan breve como rara. Primero el encuentro de palmas ahuecadas, como siempre, después los cuerpos se juntan y las manos quedan apretadas entre ellos durante un par de segundos y al separarse viene la parte más difícil: las manos deben efectuar un giro sutil con deslizamiento (cual clavado olímpico) para quedar rectas nuevamente y poder así, finalmente, separarse.
La pregunta sería, entonces, por qué todo esto. En principio, supongo, por este afán tan latino de demostrar más de lo que sentimos, contrario a los gringos que no se tocan ni con un palo. Pero sobre todo, por una ancestral necesidad de demostrar hombría. El abrazo por la izquierda para evitar todo acercamiento a lo femenino, para marcar diferencias con las mujeres y quizás, para evitar el insoportable riesgo de darse un beso. Dios nos libre. Un abrazo masculino, temeroso de demostrar algo sincero y de adentrarse en los peligrosos caminos de la sensibilidad. Mejor un buen choque de manos que nos mantenga firmes en la hombría, con unas palmadas bien fuertes que eviten cualquier atisbo de confusión.
Por suerte y por desgracia, la pandemia introdujo el choquecito de manos, antes potestad de pandilleros, para evitar el infinito ritual, aunque la consecuencia sea el aumento de la distancia. Ahora no solo estamos distanciados por machos sino por miedo.