Los niños no deben ser protegidos, sino que deben ser ‘armados’, es decir dotados de instrumentos, de habilidades, de autonomía.
Francesco Tonucci
Por Rosalba Cruz Martínez y Karime Rocha Lara, colaboradoras de la Coordinación para la Igualdad de Género UNAM
Cada año, el 30 de abril, Día de las Infancias, centramos nuestra atención en niñas, niños y adolescentes pero, pocas veces de manera reflexiva sobre el avance en el reconocimiento, no solo como personas a proteger, sino como sujetas plenas de derechos.
Históricamente, la visión adultocéntrica —esa idea de que las personas adultas son las únicas que saben— ha marcado la manera en cómo nos relacionamos con las infancias. Esta mirada ha legitimado estructuras sociales, educativas y familiares que colocan a niñas, niños y adolescentes como personas incompletas, incapaces o subordinadas. Bajo esta lógica, se les niega no solo la palabra, sino también el derecho a decidir sobre aspectos fundamentales de su vida.
Desde la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, reconocida por casi todos los países del mundo (Naciones Unidas, 1989), se afirma que infancias y adolescencias tienen derechos propios: a la participación, a ser escuchadas, a la libertad de expresión, a una vida libre de violencia, al juego, a la educación y a la salud, entre otros.
Sin embargo, los derechos son interpretados muchas veces como concesiones y no como garantías vinculantes. Las infancias no son miniadultos ni proyectos de personas: son personas completas con voz, agencia y dignidad, cuya ciudadanía debe ser ejercida desde el presente.

En México, aunque existen leyes como la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (Congreso de la Unión, 2014), en la práctica persiste una cultura adultocéntrica que limita su ejercicio. Se les consulta poco o nada, se les imponen decisiones y su opinión es minimizada.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2020), más del 60% de infancias consideran que las personas adultas no toman en cuenta sus ideas o propuestas en temas que les afectan. Este dato refleja una omisión institucional y una cultura de exclusión que niega a la niñez su condición de sujetas políticas y titulares de derechos.
Las infancias tienen voz
Por ello, el reconocimiento pleno de las infancias como sujetas de derechos debe traducirse en acciones concretas: abrir espacios donde puedan expresar su visión, construir entornos en los que puedan tomar decisiones, y generar políticas que partan de sus necesidades, experiencias y formas de ver el mundo. Escuchar a las infancias no es un acto simbólico o voluntarista, es una obligación jurídica y ética.
Dar lugar a la voz de la niñez implica abrirse a otras formas de comprender el mundo, aceptar que sus preguntas, propuestas y críticas no son ingenuas, sino reveladoras. No se trata sólo de escucharlas, sino de incorporarlas activamente en los procesos de toma de decisiones.
Para lograrlo, es imprescindible desmontar las estructuras jerárquicas que colocan a la niñez en una posición pasiva y comenzar a reconocerles como sujetas políticas, con agencia y derecho pleno a incidir en lo que les afecta. Si de verdad creemos en una sociedad más justa, es necesario dejar de hablar por ellas y empezar a hablar con ellas. Porque las infancias no están en pausa: están viviendo, pensando, proponiendo, en presente.