Texto de Sergio Abraham Reyes Pantoja y Aranzazú Belmont Flores de la Coordinación para la Igualdad de Género de la UNAM
La serie Adolescencia (disponible en Netflix) nos confronta con una pregunta incómoda: ¿qué pasa con los hombres que crecen en un mundo donde ser sensible es peligroso y mostrar vulnerabilidad se castiga con burla, violencia o silencio? A través del caso de un adolescente acusado de feminicidio, no solo se narra una tragedia individual, sino que se abre el espejo de una masculinidad profundamente atravesada por el abandono emocional, la soledad y la violencia estructural.
Desde muy temprana edad, muchos varones son socializados bajo el mandato de la dureza. Aprenden que llorar es “de débiles” o “de mujeres”, que el afecto se reprime y que el valor propio se mide en la capacidad de controlar, dominar o reprimir. Así se construye una masculinidad cimentada en el miedo, en los sentimientos reprimidos y en el despojo emocional.
El dolor no expresado se transforma en rabia, apatía o violencia, afectando directamente su salud mental y empujándolos, muchas veces, a la agresión como única vía de escape emocional. La salud mental se vuelve la gran ausente en la educación emocional masculina: se exige fortaleza, pero se niega el derecho al cuidado. En este contexto, no se trata solo de la represión emocional, sino de una pedagogía del silencio que forma parte del pacto patriarcal. Se enseña a los varones a sobrevivir afectivamente a través de la desconexión, y esa desconexión los va deshumanizando.

La validación entre varones, una terrible verdad en ‘Adolescencia’
Esta desconexión también se refleja en las dinámicas entre pares. La validación entre varones muchas veces se construye a través del acoso, la humillación o la agresión. No se trata de actos aislados, sino de expresiones del pacto patriarcal: ese acuerdo implícito entre hombres para protegerse entre sí, incluso a costa del daño hacia otras personas.
Este pacto refuerza la violencia como forma de pertenencia, reafirma la jerarquía masculina y castiga cualquier desviación del mandato. Estar de acuerdo con el sufrimiento ajeno, acosar en grupo o guardar silencio ante un abuso no son “bromas” ni juegos de adolescentes; son manifestaciones cotidianas de una violencia estructural profundamente normalizada.
La complicidad también enseña: moldea formas de ser hombre que se sostienen en el silencio y la omisión. Cuando la ternura se castiga y el dolor se ridiculiza, la violencia se convierte en una forma de pertenecer. Ser “duro”, reprimir o agredir no solo se tolera, se celebra. Así, lo que se considera “toxicidad” es muchas veces una búsqueda desesperada de identidad entre pares.
Este vacío emocional, sumado a la falta de referentes afectivos, encuentra un reemplazo en la vida digital. Es ahí donde surgen espacios como la androsfera: foros y comunidades digitales que capturan a adolescentes confundidos con discursos disfrazados de autoayuda, pero que están cargados de odio, misoginia y victimismo masculino.

El papel de los ‘incels’ en Adolescencia
Los Influencers que se anuncian como “coaches” de seducción o de vida, capitalizan la frustración de estos jóvenes, ofreciéndoles explicaciones fáciles a sus malestares y enemigos claros: las mujeres, el feminismo, la diversidad sexogenérica. El algoritmo les da visibilidad, y la serie lo expone con crudeza: la violencia digital no solo moldea narrativas, también produce subjetividades y legítimas comportamientos.
Investigaciones como las de Silvia Díaz-Fernández y el RAN Report sobre incels advierten que estas comunidades operan como “escuelas emocionales” de radicalización afectiva masculina.
Estos entornos no solo adoctrinan: ofrecen una narrativa total, una cosmovisión, un enemigo y una promesa de superioridad moral frente a un mundo que les resulta incomprensible. Su poder no está solo en el mensaje, sino en la acogida emocional que ofrecen.

Frente a este panorama, no basta con señalar al machista, sino que es urgente hablar de justicia restaurativa y de responsabilidad masculina. Romper con estos patrones requiere que los hombres se reconozcan como parte del problema y también como parte activa de la transformación. No desde la culpa, sino desde el compromiso ético de desaprender, reparar y acompañar la construcción de otras formas de estar en la sociedad. Porque no hay justicia sin reparación, ni cambio sin responsabilidad emocional.
La justicia restaurativa parte de la escucha, pero no de cualquier escucha, una que no revictimiza, que no minimiza, que no convierte la violencia en un error de carácter, sino en un síntoma colectivo.
Las nuevas masculinidades
En este escenario, pensar en nuevas masculinidades es más que pensar en el gesto simbólico del “buen hombre”, es una exigencia política urgente. No basta con imaginar otros modos de ser hombre, necesitamos construir las condiciones materiales, afectivas y comunitarias para que esa transformación sea posible.
Urge desmontar las masculinidades que se sostienen en el control y la violencia, y levantar otras que se edifiquen sobre el cuidado, la ternura y la responsabilidad ética hacia las demás personas y hacia uno mismo.
No se trata solo de “reeducar” hombres, sino de cuestionar y desmontar los sistemas que les enseñaron a reprimir, a dominar y a desconectarse de sus propios afectos y de los impactos emocionales que viven las personas cercanas que, con frecuencia, son mujeres, infancias y otros hombres que cuestionan el patriarcado.
En consecuencia, el llamado a los hombres se sitúa en que se impliquen a construir espacios donde ser vulnerable no sea motivo de vergüenza, donde equivocarse no implique ser expulsado, donde cuidar no sea una traición a su identidad, sino una reafirmación de su humanización.
Hoy, la urgencia es colectiva, necesitamos masculinidades que puedan mirar de frente el espejo roto del patriarcado, reconocer las heridas que han heredado y las que han infligido, y que, lejos de restaurar los viejos privilegios, se atrevan a reconstruirse desde la justicia, el afecto y la comunidad.
Porque otra forma de ser hombre no solo es posible, es imprescindible para cualquier horizonte donde la dignidad, la vida y el cuidado sean el centro.