En el número 42 de la calle de Orizaba existe un nuevo restaurante que marcará un antes y un después en la cocina italiana de la ciudad –algo así como el Rokai de la escena japonesa–. Un lugar donde la pasta fresca roba suspiros, genera sonrisas y provoca un inevitable deseo de seguir comiendo.

Productos bien seleccionados, ejecutados de forma brillante, marcan el ritmo de la gastronomía del país de la bota, y la del chef Marco Carboni no es la excepción. La trayectoria del originario de Modena, quien trabajó con uno de los mejores cocineros del mundo, Massimo Bottura, entrega un menú que juega con la tradición y la modernidad.

Para comenzar a sorprender el paladar hay que llevar a la boca el gnocco frito y recordar aquella escena de la película Ratatouille: una explosión de sabores en la boca patrocinada por la espuma de parmesano, el prosciutto de Parma y el balsámico. Si bien la carta ofrece proteínas, no hay que dejar de probar el risotto “cacio e pepe” que sabe a la cocina de una nonna (abuela). El tortelloni burro e salvia es delicado y suave; la untuosidad de la mantequilla proviene de su sabor casero.

Otra de las vertientes que conforma la identidad del local son sus vinos. El 90% de las etiquetas italianas son de uvas autóctonas y en su mayoría se trata de caldos de origen orgánico o biodinámico. No hay que dejar pasar la oportunidad de descubrir Italia en su versión líquida.

La decoración no es poca cosa, se encargó el taller de arquitectos ADG, quien también diseñó Cosme –de Enrique Olvera en Nueva York–. En remembranza a las osterias italianas, un enorme arco de cemento envuelve la experiencia de cada uno de los comensales, pero lejos de sentirse frío, logra crear un entorno único.

Sartoria es el término italiano para designar una sastrería, pero para mí significa amor en un plato.