Antes de empezar, una pequeña aclaración. Lo que sigue es una crónica, producto de la experiencia que tuve yo en el hoyo conocido como “explanada del Azteca”. A algunos les pudo haber ido peor, a otros mejor y probablemente de acuerdo no estaremos. Pero aquí va:
Al principio todo pintaba bien. Estacionarse fue relativamente sencillo. Hipsterillos a las afueras de los torniquetes del Azteca, mercancía de “estos güeyes”, y ningún problema para entrar. El concierto había sido anunciado en la “explanada” del Azteca: desde la puerta tres se podía ver el escenario. Remembranzas del Vive Latino.
Conforme fuimos adentrándonos, algo comenzaba a verse sospechoso. Había una fila interminable, literalmente. “Es para preferente”, me aseguraron los formados. Se extendía casi hasta el kilómetro. Al recorrerla, no se le veía ni pies ni cabeza. Desembocaba en una maraña gigante. A simple vista era obvio que la división entre “General” y “Preferente” había sido borrada por la masa. Un par de entrevistas exprés con algunos asistentes confirmaron el hecho: las endebles vallas que se habían colocado para separar a un grupo de otro no resistieron la embestida de la marabunta.
Huelga decirlo, pero en México hay mexicanos. Los organizadores -Ache-, debieron haber previsto que los individuos dejan de ser racionales al momento de volverse manada. Más si habitan en este país. No es malinchismo, pero si el deporte nacional es saltarse la cola, obviamente unos pinches separadores de libros no van a servir para delimitar las zonas. Sobre todo cuando, según cifras oficiales, éramos 18,000.
9:30 y los abridores no salían. La gente seguía entrando al cuello de botella, que por poco explota. Peor tantito: a los lados, donde ya nadie cabía, había dos paredes de piedra volcánica. De esa cuasi-indestructible. Se veía venir la catástrofe.
Detrás del escenario, el ambiente era igual de confuso. Sleepy Sun, programado para las 9, estaba postrado en las escaleras del escenario, esperando a subir. Y así permanecieron casi una hora. Simplemente esperando. Nunca supimos por qué no subieron.
La barda que separaba el backstage de lo demás comenzaba a retumbar. Miles de personas comenzaban a gritar “¡Fraude!”. Los organizadores corrían de un lado a otro, no había respuesta oficial. Del otro lado, la cerveza ya sólo era espuma.
“Que ya en quince tocan”, escuché. “Ya, ahorita”. Circulaba la versión de que los Arctic no querían salir al escenario por cuestiones de seguridad. Y sí, la vista desde la tarima hubiera espantado hasta a James Hetfield: enfrente había un mexicano enojado. Un mexicano muy grande.
Mientras tanto, los medios mexicanos hacían lo que mejor saben: desinformar. Corrió la nota (ya saben, con el balazo que dice “estamos en posición de confirmar”) que sostenía tajantemente la cancelación del evento. Yo estuve todo el tiempo en contacto con los de Ache. Si bien es cierto que nunca hubo una respuesta clara por parte de ellos, también lo es que jamás mencionaron la posibilidad de que Alex Turner y compañía abandonaran al público sin tocar.
Una de nuestras vacas sagradas radiales utilizaba su cuenta de Twitter para alebrestar al público. Ni siquiera quedaba claro si estaba en el Azteca o no. En lugar de llamar a la tranquilidad de los asistentes -como otras personas hicieron- simplemente fomentaba el odio. Se vale criticar, y el concierto de los Monkeys será recordado por todos como un fiasco absoluto, sin duda. Lo que no se vale es hacer leña del árbol caído, creo yo. Sobre todo cuando la seguridad de los asistentes está de por medio y el cerillo es lo único que falta. Pero esa es mi posición personal.
Cuando las cosas no podían ponerse peor, florecieron los heridos. Pude ver a dos jóvenes en camilla, uno de ellos sangrando, cargados por paramédicos. La presión física era demasiada. Cayó la cereza en el pastel: los paramédicos también corrieron tras bambalinas porque uno de los Monkeys -no dijeron cual- sufrió un ligero desmayo. El caos estaba a dos de llegar al zenit. Seguía sin haber información oficial.
Casi dos horas después de lo planeado -y tras innumerables discusiones con la banda por parte de los productores- se llegó a un acuerdo: los teloneros cederían su lugar a los Arctic y el concierto comenzaría a las 23:45. Mientras tanto, el escenario, arreglado para Sleepy Sun, tuvo que ser desmontado ante la incredulidad de los asistentes. Desde lejos hubiera parecido que se estaba cancelando sin decir “agua va”.
Finalmente, Alex Turner, Jamie Cook, Nick O’Malley y Matt Helders tomaron el escenario casi a la medianoche. Ni una palabra. Nada más los acordes iniciales de “Dance, Little Liar”. Música rápida, furiosa. Como si canalizaran al público. La batería de Helders retumbaba a una velocidad impresionante. Turner, en ropa de color opaco y con una melena sin lavar que le cubría la mitad del rostro, daba las buenas noches al público en su espeso acento de Sheffield. No hubo mención de lo ocurrido: tocaron como si fueran las diez.
Lo irónico de todo es que casi tuvimos un desmadre similar al de las sillas con Metallica hace once años (30 de abril del ’99), o al de Rage en el Pabellón del Palacio. Todo por un grupo que toca música, cómo decirlo, apática. Turner no es un frontman, es un cantante. Cook y O’Malley son capaces, no virtuosos. Pero ahí teníamos a más de 18,000 cabrones agarrados, como siempre, de la última sílaba entonada. Habrá sido el cansancio, la frustración, y muy probablemente el odio visceral que generó la mala organización, pero la descarga de energía del público se liberó en el momento pre-coital que lleva al estribillo de “When the Sun Goes Down”.
Una hora y diez duró el concierto. No hubo sorpresas, fue un setlist muy similar al de la gira. Encore tuvimos, de dos canciones.
Lamentablemente, tanto en mi crónica como en la noche, el concierto fue un segundo plano a los acontecimientos periféricos. Cerca estuvimos de una tragedia, alimentada por irresponsables en todas las esferas: organizadores, público alebrestado y falsos ídolos mediáticos que aprovecharon para hacer campaña a favor de la competencia.
Vaya, hasta para salir hubo problemas. Escalones en medio de la multitud, empujones típicos de estadio. Pero dentro de todo, la gente no perdió el humor. En el contingente de salida en el que estuve inmerso, los cantos de guerra de “300” fueron entonados.