Por una temporada, mi primo L fue repartidor de Uber Eats. Era joven y le gustaba estar afuera. Le gustaba, especialmente, andar en bicicleta: solo así se sentía libre, con el aire gris de la Ciudad de México en la cara, los carros haciéndole la competencia.

La bicicleta era lo que más amaba en el mundo. Y lo contagiaba. Tanto así que me enseñó a andar en la mía y me vio pacientemente hacer el ridículo en un parque en la Roma al que fuimos a practicar, educado como estaba en dar clases en las biciescuelas de la Ciudad de México. No se rió ni una vez de esta damisela en apuros, a diferencia de los escatos que hacían piruetas a unos metros.

Como repartidor de Uber no ganaba mucho, pero algo juntaba y, no menos importante, mantenía ocupada su cabeza ansiosa yendo de un lado a otro del norte de la ciudad. Las esperas entre pedidos a veces se alargaban y él pasaba el rato en alguna glorieta de la Gustavo A. Madero, rala en pasto, cotorreando con otros repartidores. Lo sé porque subía videos a Instagram donde se veía asoleado pero contento, riendo con esa voz grave y amable que tenía. 

Lo que ganaba por cada entrega, digamos el combo de hamburguesa que alguien (por ejemplo yo) pedía con una mano mientras con la otra se rascaba el ombligo un sábado por la tarde, le daba una suma de entre $20 y $40. Si él siguiera trabajando de eso, sus ganancias mensuales serían de entre $7,000 y $14,000, dependiendo de qué tan devoto de la causa fuera (entiéndase: de si pedaleara desde el amanecer hasta el agotamiento).

Actualmente, una persona con ese empleo, que además paga por encima de la lamentable media, batallaría para rentar en la Gustavo A. Madero, su alcaldía, la quinta más barata en la ciudad. Una renta promedio ahí está en casi $10,000.

La onda de subidones de renta, de encarecimiento de todo, no sacude nada más las colonias con mayor gentrificación: se está llevando entre sus aguas a todo el ex Distrito Federal. Nos vamos acercando a una ciudad que solo existe para quienes pueden pagarla. Y cada vez menos podemos.

A veces me pongo a pensar cómo viviría L ahora. Cómo sería recorrer en bicicleta las calles de una ciudad cada vez más exclusiva, en el único sentido posible: la que a la vez expulsa gente de su vivienda, pero necesita de esas mismas personas para sostenerla, desde sus caprichos más superfluos hasta el mero corazón de su funcionamiento. Una ciudad que divide con una profunda línea a quiénes merecen vivir en ella y quienes tienen que decir adiós. Me pregunto de qué lado de la línea quedaría él.