Conozco a gente que, en tres años, se ha tenido que mudar más de 10 veces; personas que, por una buena temporada, optaron por ni siquiera desempacar lo no imprescindible porque las campanas de la ignominia mudancística ya les sonaban todo el tiempo en la oreja. Casi casi una forma de estrés postraumático. Yo llevo siete casas desde que salí de la de mi madre, y a todas ellas las llené de afecto y expectativas. A veces incluso les puse el nombre de futuro bajo la forma de pintura en las paredes o pequeñas adaptaciones arquitectónicas, como si modificar un rincón pudiera retenerme allí. Cada vez me cuesta más trabajo acomodarme en esa pequeña alucinación que implica hacer casa-horizonte en la impermanencia segura de una renta.
Esto aplica tanto al adentro de las paredes como al afuera del barrio. Durante la estancia en cada uno de mis siete departamentos juré que no me iría nunca de sus respectivas colonias, solo para ser sacudida con la realidad de que acá te vas a donde puedes, no a donde quieres. Las calles que piso cambian de piel a la misma velocidad que mi casa cambia de código postal.
Es insólita la manera en que estamos habitando el espacio: como si los lugares fueran pantallas que se deslizan con un dedo. La impermanencia convierte todo en intercambiable. Vemos que los negocios a nuestro alrededor desaparecen y aparecen otros, con personas nuevas, muchas veces sin dueñxs claros porque funcionan verticalísimamente: arriba los que los pagan y comandan; abajo, lxs empleadxs, también intercambiables.
Cuidadito con encariñarse. Somos una suerte de nómadas urbanos, pero no por voluntad: cargamos residencias temporales y la certeza de que el estado actual nunca se solidificará. Muchos pequeños abandonos cada vez: desde el señor de la tiendita hasta la barrendera de tu cuadra.

Es cuando menos curioso el arraigo que generamos a una ciudad líquida que parece expulsarnos siempre. La clase media seminómada a la que pertenezco vive con un pie en su colonia y otro en sus afectos y trabajos desperdigados por toda la metrópoli. El corazón listo para brincar cual chapulín bajo amenaza. Y sin embargo, citando a José Emilio Pacheco, “daría la vida por diez lugares suyos, ciertas gentes, / puertos, bosques de pinos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa,/ varias figuras de su historia,/ montañas / (y tres o cuatro ríos).”
Vale la pena luchar por este elefante avaricioso de atención simplemente por el abstracto llamado ciudad somos quienes la componemos. Y en nuestra enormidad tenemos un poder tremendo y poco explorado: el de considerarnos ciudad a pesar de ser personas. El de discriminar quiénes son más avaricia individual que habitar común: nuestrxs gobernantes recibiendo en sus oficina a los grandes inversionistas de la especulación inmobiliaria, como si fueran mesías que vienen a traer prosperidad, lxs funcionarixs que reciben un tajo de cada construcción irregular, lxs caserxs que deciden de un mes para otro aumentar la renta muy arriba de lo que dicta la ley por el simple hecho de que no hay forma de detenerlos. Qué alejados están del dolor de lxs saltimbanquis que hemos pasado noches enteras pensando en el pago de una renta, el encuentro de una casa.
