Amigos, cumplí 40. Oficialmente dejé de ser un niñaco para intentar convertirme en adulto de bien. Tiendo a pensar que transito por la mitad de mi vida, con muchos deseos de que así sea. Vivir 80 años no me vendría mal considerando el estilo de vida que he llevado hasta ahora, aunque me he portado mejor en cuestión de comida, bebida, excesos y todas esas cosas deliciosas. Batallo con la idea de no comer y beber lo que quiera cuando quiera y, como no me es fácil, tomé la inevitable decisión de equilibrarla con ese complemento que nos garantiza no irnos a la mierda tan rápido: el ejercicio.
Desde niño me gustó el deporte: futbol, basquetbol, beisbol, andar en bici… vaya, hasta waterpolo jugué en una época bizarra de mi pubertad. Pero mientras la juventud queda atrás, es más difícil organizarse o empalmar agendas para completar un equipo, y ni hablar de las lesiones. Por eso los adultos —tan de hueva como somos— exploramos dinámicas como el crossfit (me niego), el padel (me niego) y el golf (me niego categóricamente). Y digo esto para dilatar lo más posible mi inminente relación con un ejercicio al que me resistí por años: el running.
Nunca le encontré sentido. Para mí tenía que ver con llegar a algún lado, no nada más echarse a andar. La sola idea de correr media hora sin parar me parecía impensable. ¿Un maratón? No hay manera (a la fecha lo creo). Sin embargo, me eché a correr. Y así se va viendo la cosa.
Correr es una excelente forma de conocer la ciudad porque necesitamos tener la vista en ella. No en un celular, dentro de un auto, ni dentro de un vagón del metro. Correr en la calle es mirarla, respirarla y escucharla. Es la oportunidad también de recorrer barrios y explorar qué hay por ahí. Así descubrí La Joya de Santa María, pulquería sobre Eligio Ancona que no tardé en visitar, y los Pambacitos de Benjamín Franklin, que se convirtieron en adicción. Corriendo por la Narvarte, me enteré de que existen unos gazpachos estilo Morelia en la calle de Petén, de los que jamás había visto en la capital, pero que son bienvenidos sobre todo en época de calor. Por correr en la Roma, descubrí cuánto cambió desde que me mudé y lo poco que la extraño. Me enamoré de la ruta de los domingos, sí en Reforma, pero sobre todo en División del Norte, donde corro casi en soledad, bajo los árboles del parque de los Venados y la estatua de Pancho Villa “jefe de la División del Norte”, que me tiró buena onda y paso a visitar de vez en vez.
Aún no me declaro fan de correr, pero se vuelve más disfrutable cada vez que alcanzo buenas distancias sin dejar el pulmón en el intento. En lo que redescubro mi ciudad, me permito tomar un pulque y comer un pambazo sin tanta culpa, a los 40 y con la frente bien en alto.
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