A nuestras muertas. Conjuros para mantener la memoria viva

El feminicidio, la forma más extrema de la violencia de género contra las mujeres, sigue siendo nuestra gran derrota. Un texto para repensar en el 25N.

Sandra Ivette González Ruiz-FES Acatlán, de Coordinación para la Igualdad de Género en la UNAM

Hay algo que me gusta mucho de la celebración del Día de Muertos y Muertas; además de todas las simbologías, rituales, olores y sabores que encarnan estos días, lo que más disfruto es ver cómo nos aferramos a la memoria: ese esfuerzo colectivo por mantener vivos los lazos que nos vinculan al pasado para comprender el presente.  

Nombrar a quienes estuvieron antes de nosotras, a quienes abrieron caminos, a quienes nos cuidaron, nos amaron; a quienes amamos y cuidamos. Y aunque olvidar forma parte de la experiencia humana —no podemos recordarlo todo, nuestros cuerpos depuran información para poder resguardar nueva— vivimos en una sociedad que produce olvido sistemático y determina qué debe ser recordado y qué no, para borrar las huellas que deja la violencia y evitar recordar a las víctimas. 

En ese sentido, el Día de Muertos y Muertas no es una fecha cualquiera en México, no solo por la tradición que compartimos, sino por el peso que tiene en un país con altos índices de feminicidio, crímenes de odio y asesinato y, además, en medio de un contexto de genocidios.  

Nuestros altares ya no solo tienen a las personas ancestras de nuestra genealogía familiar —y con familia no me refiero solo a la forma tradicional—, incluyen los nombres de las víctimas del genocidio en Palestina, así como los de mujeres víctimas de feminicidio en México, América Latina y el mundo. 

Ya lo he contado antes: en 2019 volvió con fuerza el recuerdo de mi abuela, de sus enseñanzas y de mis días junto a ella. Desde los nueve años le he puesto una ofrenda en Día de Muertos esperando su llegada, pero fue en aquel año cuando mi cuerpo recordó las pistas que me dejó para seguir caminando en este mundo: los saberes del bordado, de la cocina, de las plantas y la importancia de no olvidar… 

25N: la violencia que perpetúa 

Hay una historia que todavía me quita el sueño. Mi madre me contó que, cuando la abuela agonizaba en el hospital, en sus últimos días de vida, soñaba que su esposo regresaba a golpearla.  

Hace unos años escribí una serie de poemas sobre la historia de mi abuela; entre ellos “Roberta, sus delirios”: En los días más duros, los días sin tregua,/ Roberta veía a Efrén sentado en el sillón frente a ella;/ Efrén recorría la habitación gritando, azotando cosas, perdido en la borrachera./ Mi madre cuenta que la abuela le decía:/ “Vino tu papá, estaba ahí, vino a golpearme, mira los moretones que me dejó”,/ entonces Roberta extendía sus brazos exhaustos, consumidos,/ y lloraba al ver esos moretones imaginarios/ (después solo queda el silencio). 

Durante varias semanas me perturbó la idea de saber que, incluso en su agonía, la abuela vivió y revivió la violencia que la atravesó: una pesadilla que no se terminaba ni al borde de la muerte.

Hace una semana me tocó moderar la mesa “Atención a la violencia por razones de género en las universidades” en el Simposio Internacional de Políticas de Igualdad de Género en las Universidades Iberoamericanas y no fue una sorpresa encontrar una realidad abrumadora: la violencia de género contra las mujeres sigue siendo un problema multidimensional que pesa sobre nuestras trayectorias de vida y marca las condiciones en que habitamos el espacio colectivo.  

Algunas ponentes la describieron como “un monstruo de grandes dimensiones”, pero, desde mi punto de vista, va más allá de lo monstruoso: en la literatura, lo monstruoso nombra seres o figuras contrarias al “orden natural” que encarnan los miedos y ansiedades de una sociedad. La violencia de género, en cambio, se instala en lo que llamamos sentido común, en aquello que asumimos como orden natural, en las entrañas de una sociedad donde incluso hay quienes se benefician de ella para mantener un orden de explotación y depredación. No es un ser extraño que aparece de vez en cuando: está en la familia, en la escuela, en la oficina, en la calle, en los pasillos de las universidades. 

En el artículo “Feminicidio y violencia de género en México: omisiones del Estado y exigencia civil en México”, Martha Patricia Castañeda Salgado, Patricia Ravelo y Teresa Pérez, afirman que la violencia contra las mujeres se sostiene en una devaluación social de sus vidas dentro de la estructura patriarcal y en las condiciones de sobreexplotación y prescindibilidad impuestas por el modelo neoliberal. Es decir, la violencia de género se sostiene en un entramado social y estructural que decide qué vidas importan menos. 

El feminicidio, nuestra gran derrota 

En una conferencia sobre violencia de género, escuché decir que el feminicidio, la forma más extrema de la violencia de género contra las mujeres, sigue siendo nuestra gran derrota. A pesar de los avances en igualdad, visibilización y recuperación de genealogías, etc., los índices de feminicidio no bajan. No me gusta pensar en derrotas y victorias, menos en un sistema bélico basado en la guerra, la superexplotación y la neocolonización. Me niego a entramar nuestra historia en ese lenguaje. No es nuestra derrota, pero sí es nuestra herida. 

En este contexto, la memoria colectiva juega un papel fundamental. Mantener viva la llama de las ancestras nos ayuda a trazar el camino y a alumbrar el presente y el futuro. A ellas, a nuestras muertas, ahora que el ascenso de la derecha reactiva los discursos de supremacía masculina, necesitamos tenerlas cerca, caminar con ellas. Imaginar y construir un tiempo en que los altares del Día de Muertos dejen de tener víctimas de feminicidio. Sostener, una y otra vez, la frase de Susana Chávez, poeta y activista de Ciudad Juárez, asesinada: “Ni una más”. 

La memoria colectiva sobre quienes estuvieron aquí para transformar el mundo en un lugar más justo nos permite recordar a quienes abrieron camino para pensar la violencia de género, exigir vidas libres de violencia y tejer memoria intergeneracional con aquellas con quienes seguimos dialogando y construyendo… no las olvidamos… no olvidamos.  

Hay otra historia sobre mi abuela, una historia más allá de la violencia: la historia donde me enseñó a no olvidarme de mí, de mi cuerpo, de nuestras historias, una suerte de conjuro para cuidar la vida, cuidar nuestras vidas: No te olvides de tu cuerpo,/ porque otros van a querer olvidarlo,/  no evadas el dolor, no te lo tragues,/ escupe,/ grita,/rompe,/ escribe,/ no dejes que te consuma./No permitas que el dolor se te haga cáncer./ No te olvides de tu cuerpo,/ no lo encarceles/ y todas las noches, antes de dormir,/ pon romero debajo de la almohada,/ para calmar la angustia,/ para que puedas volver. 

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