Celeste (cuyo nombre ha sido cambiado para resguardar su identidad) no posterga las tareas escolares porque sabe que, cuando las termina, puede pedir su hora recreativa y usar la computadora para meterse a YouTube. Ahí ve videos de tiburones —tiburones blancos, martillo, azules, de punta blanca, de punta negra— y aprende datos que le servirán cuando empiece sus estudios en biología marina y abra su fundación dedicada al cuidado de esa especie.
Ahí supo que existen más de 500 tipos; que no les atrae la sangre humana —contrario a lo que se cree— y que las pocas veces que nos atacan, lo hacen porque nos confunden con una presa animal. También ahí aprendió que los tiburones son peces extraordinarios que han sobrevivido millones de años y que hoy, o en este último tiempo, somos nosotrxs lxs responsables de su rápida desaparición.
“Ellos matan a 300 humanos al año, nosotros matamos más de 1000 tiburones al mes”, me dice con convicción cuando finalmente decide asomar la cara. Los primeros minutos de esta conversación había preferido resguardarse, mirar y escuchar. Como una criatura cautelosa, de esas que le gustan, tanteaba el terreno antes de entregarse.
Una vida en espera de adopción
Celeste tiene 13 años y fue institucionalizada cuando tenía pocos meses de vida. Primero llegó a Casa Cuna y a los ocho, cuando ya había pasado el límite de edad admitido en el hogar, fue trasladada a Fundación Dar y Amar (DAYA) —dedicada al cuidado y apoyo integral de madres, niñas y adolescentes vulnerables o en riesgo por abandono— donde hoy vive junto a otras 26 compañeras.
Todas van a la escuela y algunas ya están terminando sus carreras o preparándose para trabajar. Celeste, que es de las más jóvenes, va a la Escuela Nueva Generación, donde además de sacar libros de biología, juega futbol y habla con sus amigas. Es rápida, tiene fuerza, le gusta moverse y estar afuera.

No tiene redes sociales, no se la pasa en Tik Tok —dice que solo genera adicción— y juega Roblox. A veces también se aburre. De las niñas, de los gritos cuando hay un gol, de los dramas de las amigas y de los niños que le han gustado. “Pero hay más chicos que estrellas”, me dice entre risas.
Su habitación, que está en el piso tres de la Casa 1 (como denominan las instalaciones de la fundación), es un claro reflejo de sus intereses. Duerme con una colcha de Cristiano Ronaldo y con una almohada de Robert Pattinson (es fanática de la saga Crepúsculo), y en la pared cuelgan posters de la banda coreana BTS.
Sueños e ídolos
Fernanda Villela, trabajadora social y cuidadora cercana de Celeste, que la acompaña mientras hablamos, se ríe cuando Celeste enumera sus ídolos y le dice cómplice; “¿Qué van a decir de nosotras que te dejamos dormir con tantos hombres?”.
Ese espacio, lo comparte con otras seis niñas, pero Celeste, en vez de chismear con ellas antes de quedarse dormida —ese es el momento en el que todas comparten sus malestares, me cuenta—, se pone los audífonos que pidió para la Navidad y escucha música.
—“¿Y tu, no estás triste a veces?”, le pregunto.
“Sí” –me dice–.

“Cuando el chico que me gusta me cuenta que se le confesó a una niña, o cuando pierdo un gol, o cuando llegué a la escuela y vi que mis compañeros tenían madres o padres o cuidadores que los iban a buscar. A veces pienso que me gustaría tener eso, pero también pienso que, si no ha llegado aun, también estoy feliz así. Las familias no siempre son con una mamá y un papá. Yo digo mucho lo que hay que decir, sin rodeos y con la verdad fuerte. He aprendido que si hay algo que decir, vas con tus hermosas patitas y lo dices, con palabras reales y con mucha claridad”.
—“¿Cómo aprendiste eso?”, le digo.
—“La vida me ha enseñado a ser fuerte y resiliente, como un tiburón”.