Cuando tenía siete años, Hilda tuvo un suceso casi premonitorio. Venía junto a su madre en el coche, luego de una visita a la casa de su abuelo. Tomaron Calzada de Tlalpan y, casi al llegar al cruce con Río Churubusco, vio un pequeño edificio que le llamó la atención. Con la curiosidad de la infancia, la pequeña le preguntó a su mamá qué había en ese lugar.
—Es la Casa Cuna del DIF —respondió.
—¿Y qué pasa ahí? —volvió a cuestionar Hilda.
—Están los niños que no tienen familia y esperan ser adoptados.
La pequeña le pidió a su madre adoptar a un hermano, pero solo fue tomado como una broma inocente. Entonces, decidida, contestó: “Voy a adoptar un niño ahí cuando sea grande”.
Pocas de las promesas de la infancia se cumplen. La gente cambia y aquellas palabras que decimos con seguridad quedan en el olvido. Sin embargo, para Hilda, años después, fue un sueño hecho realidad.

Querían un hijo, pero no llegaba
Hilda y Fernando se conocieron en la universidad, en la carrera de diseño gráfico. Eran dos personas muy diferentes: la joven era rebelde y fiestera, mientras que el hombre era serio y calmado. No obstante, el amor llamó a su puerta y mantuvieron un largo noviazgo de ocho años. Después se casaron por el civil, y la avalancha de la vida se fue contra ellos.
Querían dar un paso adelante en su relación al agrandar su familia con un bebé. Intentaron sembrar la semilla, pero no había frutos, por lo que tuvieron que acudir al médico en busca de algún problema de salud.
Hilda tenía miomas uterinos, unos tumores benignos que necesitaban ser extirpados con una cirugía. Los doctores sugirieron un embarazo previo, ante el riesgo de la infertilidad, y la alternativa fue la inseminación artificial. Para su sorpresa, tras unos estudios, encontraron que Fernando padece de azoospermia, una condición que se caracteriza por la ausencia total de espermatozoides en el semen.
Pensaron en un donante. Sin embargo, como si el destino los acechara con aquella premonición de Hilda, la pareja optó por la adopción.

Padres por decisión
La primera opción no fue el DIF debido al estigma de la interminable burocracia. Además, se sumaba la compleja situación de los niños y niñas que crecen bajo el cobijo del Estado, ya que suelen llevar consigo huellas de vida marcadas por la violencia, el abandono y entornos hostiles, como la drogadicción o la calle.
Buscaron asociaciones civiles, pero el requisito en común era estar casados por la Iglesia, creencia que la pareja no compartía. Por ello, regresaron al Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia, siguiendo aquel sueño que Hilda tuvo desde pequeña.
La tramitología fue extensa. Tuvieron que asistir a charlas sobre adopción, leer libros, entregar documentos, tratar con abogados y entrevistarse con psicólogos, trabajadoras sociales e incluso médicos para evaluar su estado de salud. Pese a ello, la ilusión de ser papás les dio el aliciente para avanzar en el proceso, sin dejarse desmotivar por el paso del tiempo.
“Son largos los procesos. Para muchas personas, les resulta pesado, pero como ya teníamos esta ilusión, no era un inconveniente. Cuando algo te interesa, no te cuesta trabajo”, aseguró Fernando en entrevista.
En febrero les dieron luz verde para ser papás adoptivos. Lo único que faltaba era conocer a su hijo, que, según las leyes de entonces, debía ser mayor de cinco años. Les comentaron que la asignación podía tardar hasta tres años, pero la fortuna sonrió a su favor y, seis meses después, en agosto, tuvieron la cita con Alan, un niño tímido y callado que buscaba un hogar.

El hijo más deseado del mundo
El encuentro fue en una cámara Gesell, como esas que vemos en las series policiacas con una ventana especial para ser monitoreados desde otra recámara. La pareja entró primero. Cinco minutos después llegó Alan, acompañado de su psicóloga y una trabajadora social.
Quedaron paralizados por la impresión de ver sus deseos materializados. El pequeño se acercó y los abrazó. El momento quedó impregnado en sus recuerdos, casi como si lo hubieran concebido ese día.
“Mamá, tú me haces como una princesa y mi papá se me hace como un príncipe. Son palabras que se me quedaron muy grabadas”, recuerda Hilda con un hilo de voz, aguantando las lágrimas al revivir el encuentro para esta entrevista.
Cada semana, Hilda y Fernando asistían a la Casa Cuna para ver a su hijo unas cuantas horas. El proceso fue paulatino y gradual. De una hora pasaron a tardes enteras. Luego consiguieron salir a dar paseos por Chapultepec o recorrer museos como el Universum o el Papalote.
Fue hasta febrero del otro año en el que Alan por fin se quedó en casa para siempre. Faltaban detalles legales como el cambio de apellidos y esas formalidades, pero los tres veían un futuro prometedor cumpliendo su más grande anhelo: tener una familia.
“No todo es color de rosa, de repente había cosas que para nosotros eran nuevas. Fue nuestro único hijo, el primero, y aunque veas, escuches y te den comentarios, no es lo mismo que experimentarlo. Había momentos en los que llegábamos estresados porque ciertas cosas no sabíamos cómo manejarlas o entenderlas”, reconoció Fernando.

Algunas de esas vicisitudes eran la independencia de Alan, adoptada por sus rutinas en la Casa Cuna. Otras fueron un TDAH que le fue diagnosticado al niño poco después de su llegada a casa. Por supuesto, también llegaron los regaños, la rebeldía de la adolescencia y aprendizajes que toda familia pasa.
Ya son 11 años. Alan cumplió 16. Durante la entrevista, el joven abraza a su madre, le sonríe a su padre, come frituras, juega con los gatos, se le nota contento. Quiere estudiar diseño industrial, le gusta dibujar, los videojuegos y, sobre todo, sabe que, pese a su origen, es el hijo más deseado del mundo.
“Un día en la escuela se dieron cuenta que era adoptado. Me pidieron una foto de bebé y le dije a mi profesora que no tenía por ser adoptado. Mis compañeros me dijeron: ‘Entonces no fuiste deseado’; yo contesté: ‘No, al revés, fui muy deseado’”, recuerda Alan con orgullo.