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Tardes ya: Para escribir sobre la soledad se necesita soledad

Caminé sobre Xola pensando en todo esto, a solas, por fin a solas, con la página blanca a mi disposición para tomarla.

No había podido escribir mi texto sobre la soledad porque no había logrado quedarme sola. Hay gente a la que le cuesta trabajo ir al baño en compañía, a mí no, para eso tomo mis probióticos, pero escribir me es imposible. Justo ahora, que acaba de entrar alguien a esta habitación, suspendo la escritura; me paseo por otros pendientes (la firma de una carta, una factura…) que son escrituras, pero no son la escritura, hasta que la escucho irse.

En la mañana, mi hermano me llamó para quejarse de sus cosas de siempre. En respuesta, yo me quejé de sus quejas y de que el 90% de los audios que me manda sean diatribas. Él me dijo que rantear puede ser una manera de conectar y que es mejor que comernos la muina solos y que si a poco ya no es válido relacionarse así y ¿qué acaso no provenimos del mismo fango y no somos igual de criticones y nefastos?

Yo venía en el Metro desde la Tapo, recién llegada de Xalapa. Me sentía relajada y plena después de haber dejado a mi mamá, igualmente relajada y plena, y tras haberme ahorrado los $80 del Didi. En el vagón, rodeada de personas embebidas en sus propias conversaciones y quejas, me dispuse a meditar sobre dichas inquietudes. Porque a) es verdad que mi conexión con mi hermano es mi tesoro más sagrado; b) es verdad que también disfruto quejarme y que la mitad de las veces no sé si he dejado de hacerlo porque en serio ya estoy conforme o porque me falta proteína; y c) no quisiera volverme una gringa motivadora de Instagram, de las que invitan a aceptar el mundo (con todo y sus genocidios) mientras slurpean batidos y se sacan la ceja.

Así que le respondí que sí, la queja es una modalidad válida de conversación, pero no puede abarcar la totalidad del contenido, hay que tener un balance. Por cada dos quejas, una anécdota alegre, propuse, para que nuestros cerebros no se enquisten en el odio. Redes neuronales, repetición de patrones, Huberman Lab y ¿qué acaso no anhelamos el mismo alivio?

Queja: la escalera eléctrica de Balderas no funcionaba; queja: se metió un señor al vagón reservado; anécdota: una morrita venía imitando a la Carlangas.

Así.

Me bajé en Etiopía minutos después y para ese momento ya estábamos dejando de contestarnos. La diatriba había incumplido su misión y/o la conexión se había caído en Centro Médico. Caminé sobre Xola pensando en todo esto, a solas, por fin a solas, con la página blanca a mi disposición para tomarla, aunque, sí, mucho menos relajada y plena y además con el lenguaje invectivo de mi hermano en mi cabeza y el flamante y no infundado temor de pasar a formar parte de sus quejas. 

Luego pasé todo el día leyendo.


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