En esta ciudad de todos y de nadie ya no caben los vivos pero tampoco los muertos. Los panteones se han sobrepoblado, al igual que los edificios de departamentos: unos muertos llegan y otros se van para que lleguen a su vez nuevos inquilinos. La “perpetuidad” en los cementerios nunca fue una cosa pensada para siempre.

Cuando era niño acompañaba a mi papá al legendario panteón civil de Dolores a ver la tumba de mi abuelo, el doctor Fernando Rivera García. Era una tumba muy modesta con un florero de cada lado y una cruz metálica al centro, dentro de la cual recuerdo haber pegado un dibujo. Estaba enterrado al lado de la tumba de su hermana, la maestra Aurora Rivera, que fue como una madre para él.

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Yo nunca lo conocí. Cuando mi mamá se fue al hospital a parirme, él se fue a otro hospital a morirse. Yo nací. Mi padre le dijo a mi abuelo que había nacido su nieto y él dijo que al fin podía irse porque había llegado “su sustituto”. Me contaron tantas veces esa historia que asumí ser el sustituto de mi abuelo e iba a visitar su última morada como si lo hubiera conocido. Mi padre le pagaba a un sepulturero para que echara agua en los floreros y limpiara la tumba, y luego poníamos unas flores muy bonitas. N

Conforme pasaron los años, llegar a la tumba de mi abuelo fue más complicado. Teníamos algunas referencias para ubicarnos, como ciertos árboles tenebrosos o mausoleos rimbombantes, pero cada vez había más tumbas y ya no encontrábamos el árbol tenebroso o la tumba rimbombante parecía haber sido tragada por otras menos rimbombantes. De pronto estábamos los dos caminando entre tumbas desconocidas y yo con ganas de gritar “¡Abuelo, ¿dónde estás?!”. Ignorábamos que la corrupción también reinaba sobre la tierra de los muertos y que había hecho de aquel cementerio una “tierra de oportunidades” para algunos pasados de vivos.

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La última vez que fui con mi padre al panteón ya no fuimos con la intención de llevarle flores al abuelo, sino con la esperanza de ubicar su tumba y la de su hermana Aurora. No corrimos con suerte. Parecía que el panteón se los había tragado y que otros muertos nuevos habían ocupado el espacio de sus viejos sepulcros. Después de estar un par de horas tratando de encontrar aquella cruz metálica y sus dos modestos floreros, regresamos cabizbajos al auto, convencidos de que los restos del abuelo habían desaparecido para siempre entre los más de 700 mil cadáveres que ahí reposan, en medio del más absoluto caos administrativo. Aquella vez pensé que tal vez todos los nombres grabados en las lápidas de los panteones terminarán sumándose a la gran fosa común que es el mundo, y que la tumba que ocupemos al morir será ocupada después por otros muertos hasta el fin de los tiempos.

Ya con mi abuelo extraviado, seguí visitando el panteón de Dolores. Me gustaba ir hasta el fondo, a las fosas comunes donde enterraron a los cadáveres no identificados del temblor del 85. En esa zona tenebrosa y desierta las tumbas se mezclan con la belleza de un paisaje habitado por libélulas. Ahí descubrí hace algunos años lo que podríamos llamar un “cementerio de ataúdes”: cientos de ataúdes metálicos, completamente oxidados, apilados unos sobre otros, con las tapas abiertas y los cojines manchados de fluidos, pero sin cadáveres en su interior. ¿De quiénes eran todas esas cajas? ¿Dónde estaban todos esos muertos? La pregunta me sigue inquietando hasta el día de hoy.

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No cuento esto de modo gratuito y meramente anecdótico. Sé que muchos de quienes leen estas líneas tienen algún muertito en el panteón de Dolores. Lo único que necesito es que la próxima vez que vayan, me ayuden a buscar a mi abuelo. Mantengo la esperanza de que alguien lo encuentre — ya saben—, para poderle limpiar su tumba y llevarle sus flores y que vea que de este lado del mundo todavía nos acordamos de él.

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