Eduardo García es un bad hombre. Trabajó durante 20 años en la tierra de Trump fuera de la legalidad. Lo encarcelaron por vender drogas y después lo echaron. “Llegué a México sin un centavo y dos deportaciones a un país que no sentía mío —cuenta—, creía que no había progreso sino peligro, peligro, peligro”. Cuando decidió quedarse en la Ciudad de México vio que “el progreso existe si tú lo sabes aprovechar, aquí o allá”.

Eduardo García también es un hombre de trabajo. Ha pasado 35 de sus 40 años dedicado a él. Durante casi una década cultivó y cosechó naranjas en Florida, cebollas en Georgia, manzanas en Michigan, pepinos en Ohio, hongos en Pensilvania. Todavía tiene cicatrices en las manos.

Llegó a la cocina como lavaplatos y pronto escaló a su verdadera vocación, como cocinero y empresario. Ahora genera la prosperidad que durante décadas no imaginó. Cuando en 2010 abrió Máximo Bistrot tenía cuatro empleados. Dos de ellos aún siguen, junto a los otros 90 que trabajan para él en sus tres restaurantes chilangos.

Generar oportunidades es prioridad para él y su esposa Gabriela. En Máximo emplea a cocineros y meseros de todo el mundo: dos venezolanos, un estadounidense, varios mexicanos deportados de Estados Unidos y otros tantos de Gastromotiva —organización que entrena en la cocina, gratis, a jóvenes en situaciones precarias—. “Emplearé a cualquier persona que quiera aprovechar la oportunidad de progresar —dice—. Creo en la migración. Si vives en las peores condiciones, donde no hay trabajo suficiente y tu gobernador se roba el dinero público, por favor, ¡sal!”

Eduardo García es uno de los mejores cocineros de México, Latinoamérica y acaso del mundo. Ha conseguido laudos por la brillante claridad de sus sabores y la extraordinaria experiencia que ofrece en sus comedores. Pero aquello que realmente lo distingue de otros brillantes chefs mexicanos es su fuerte compromiso social y su esperanza en los jóvenes —de cualquier parte del mundo— que llegan a pedir trabajo.

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