–Llaman de Xochimilco –me avisaron en la redacción y atendí el teléfono. Desde los canales, un viejo remero me buscaba–. Quiero que conozca algo –explicó–: es un monstruo vegetal.

–¿Un monstruo? –me extrañé.

–Se llama muérdago.

“Muérdago”, me repetí al colgar. Sí sonaba a espanto.

Al otro día, sobre una chalupa alzaba la mirada. El señor batía el remo para que el fotógrafo y el reportero que cubríamos para Reforma el sur de la capital viéramos los ahuejotes: árboles que crean vida, pues sus raíces, al abrazar la tierra de las chinampas, hacen que esas plataformas orgánicas sobre el agua adquieran firmeza y puedan cargar casas y cultivos.

–Pero fíjese, ese ahuejote tiene muérdago, y ese otro, y ése.

Navegábamos en ese 2004 por los canales de Nativitas, Caltongo, Zacapa, y bajo el sombrero su índice iba y venía señalando al monstruo. Repetía la palabra maldita: muérdago, muérdago, muérdago. Click, click, click, la cámara captaba en lo alto de los ahuejotes la planta que se encrespaba parásita a las ramas, daba violenta mil vueltas al tronco, y como un criminal asfixiaba al árbol desde la corteza al chuparlo, vaciar su savia y secarlo, asesinarlo lenta, cruelmente.

Agonizantes o muertos, ahuejotes por miles dejaban a los pueblitos no solo sin oxígeno, sino sin raíces, músculo de sus chinampas.

–Nos vence el muérdago, no vienen agrónomos, nada hace el gobierno –lamentó el hombre antes de despedirse.

Pasaron días, la historia se publicó y el muérdago se volvió noticia. Entonces, en avalancha, habitantes de Xochimilco, motivados porque nos veían interesados en su tierra, telefonearon a la sección Ciudad. Nos invitaban a pasar al desastre. Su pueblo, el que las guías turísticas presumían colorido, tradicional, pintoresco (como si en ese corazón de la sobreviviente Tenochtitlán lacustre la hermosa María Candelaria aún avanzara en su afluente puro entre huertas fragantes), mutaba en una gran pocilga a la que los foráneos nutrían con mil formas de la podredumbre. “¿Qué le parece?”, me decían.

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Pues veamos. Estacionados en los embarcaderos, los autos de los visitantes se bamboleaban entre jadeos nocturnos. En los pueblitos de las riberas la miseria extendía los asentamientos irregulares con cubos de tabique encimados y desoladores, sin servicios, hogar lúgubre para familias que llegaban expulsadas desde quién sabe dónde. Los drenajes caseros caían como secreciones infectas a la corriente, donde los niños del rumbo chapoteaban. En los codos de los canales el agua formaba remolinos donde la orgía era entre detergente, aceites, pañales, envases, comida pasada, huracanes de bolsas. Los camiones de carga de la ciudad urbanizada aprovechaban el sigilo de la madrugada para venir y volcar cascajo sobre el campo: el verde silvestre fallecía comprimido por el concreto. Y viernes, sábados, domingos, la banda joven, mirreyes al frente, meaba entre carcajadas los canales desde las trajineras (“¿Si no para qué sirve tanta pinche agua?”). Les urgía vaciar sus vejigas: habían succionado voraces, como cachorros a su madre, no leche sino patas de mula de Bacardí. Tomaban como si se les acabara el mundo y el único modo de salvarse fuera reafirmar su mexicanidad, “¡a güevo!”, con el gluc, gluc desesperado con fondo musical de Alejandro Fernández.

Chupan, chupan, chupan. Y mientras chupan hasta se matan, como se mató ahogado José Manuel Romero hace semanas, saltando entre trajineras, en el videograbado escenario del Xochimilco más triste, al que desde hace años también lo matan el muérdago y algo mucho peor: nuestra especie.

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